EL CINE EDéN
Una obra de teatro inédita de Marguerite Duras sobre madres e hijas que se puede leer a la altura del resto de su obra, sin esperar la puesta en escena.
› Por Luciana De Mello
El cine Edén
Marguerite Duras
El cuenco de plata
págs. 124
En 1950 Marguerite Duras escribe su tercera novela: Un dique contra el Pacífico. Allí narra la vida de su familia en la Indochina francesa. Aparece entonces, por primera vez en su literatura, el personaje de su madre. Ese mismo año se presenta al Premio Goncourt y a pesar de que no lo consigue –aparentemente debido a su militancia comunista– la publicación de esta novela es la que comienza a darle un nombre en el mundo literario. Pero el fantasma de la madre sigue merodeando. Y vuelve. La madre va a ser siempre la misma en cada obra donde se la invoque: una mujer entera, valiente, obstinada en sus decisiones hasta llegar al absurdo. Amada y odiada, respetada y denigrada a la vez: la figura arquetípica de esas mujeres al límite de la locura que pueblan el universo durasiano.
Veintisiete años después, en El cine Edén Duras retoma la historia, los personajes, el escenario de Un dique contra el Pacífico y los convierte en una obra de teatro. Una obra donde las notas de la autora aparecen una y otra vez, a pie de página, confundiéndose con el personaje de la hija, disputándose con ella la voz cantante del relato. Una obra donde se diluyen los límites entre la ficción narrativa, el drama y la poesía. Donde lo que se intuye es lo que más cuenta. Una obra que no necesita, en absoluto, ser representada. Una obra de Marguerite Duras. Y con eso basta.
Además de hacer un recorrido por los temas constantes de su literatura –el erotismo, la soledad y la muerte–, El cine Edén retoma y ancla en el personaje de la madre esa alianza con el realismo socio-histórico que se anuncia por primera vez en Un dique y que reaparecerá también, más tarde, en El amante, en Moderato Cantabile y en El dolor. Esa alianza –que toca su punto máximo en Hiroshima mon amour– es sobre la que se erigirá el espacio exclusivo de los textos intimistas posteriores.
Nada mejor que la figura de su madre entonces, para representar “el gran vampirismo colonial. La injusticia fundamental que reina sobre los pobres del mundo”. Estamos nuevamente en la llanura de Kam, en la Alta Camboya. La madre enviuda y decide quedarse en Indochina, sacar adelante a sus dos hijos. Comienza a dar clases de francés y tocar el piano. Es la música de las películas mudas del cine Edén. Es la música que completa los silencios, los diálogos, el paisaje de los arrozales y de la miseria. Con el dinero que gana como pianista, la madre construye un bungalow sobre tierras que ha comprado en concesión. Pero las tierras se inundan. El Pacífico entra cada año regando de sal sus cosechas y las de los campesinos. Todos verán morir a sus hijos de hambre. La madre no se rinde: decide endeudarse aún más y construir diques contra la invasión del océano. Pero el agua avanza inundando la llanura. Los diques no resisten. La cordura tampoco. La madre comienza a ausentarse. Sólo puede pensar en esos diques. Quiere reconstruirlos. Mientras, sus hijos la abandonan.
La autora dijo alguna vez: “Soy una escritora. No hay nada más que valga la pena destacar” .Y a nosotros no nos quedan dudas: a Marguerite Duras ante todo se la lee. Y después de la lectura quizá se entienda por qué Julia Kristeva decía que no había que dar los libros de Duras a lectores y lectoras frágiles: “Ellos, que vayan a ver las películas y las piezas de teatro y encontrarán de nuevo esta enfermedad del dolor pero tamizada. Al contrario, los textos domestican la enfermedad de la muerte, se hacen uno con ella, están al mismo nivel, sin distancia ni escape”.
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