FENóMENOS
La novela celular hace famas, toma por asalto los rankings y promete un nuevo lenguaje en el país del haiku y la primera novela clásica
› Por Rodrigo Fresán
“Made in Japan” equivale –desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, con la invisible invasión de transistores y miniaturas y la revancha radiactiva de macrocriaturas como Godzilla & Co.– a despacho desde otro planeta. Otro planeta que está en éste y cuyas virales invenciones sci-fi enseguida contagian al resto del globo.
Ahora son las novelas escritas y leídas en la pantalla del teléfono celular –las keitai shousetsu– las que vuelven a producir una cierta molestia ante la frenética evolución del aparato. Progresos que uno querría, por ejemplo, para aviones y aeropuertos.
Se sabe, se padece: en los últimos años el teléfono ha experimentado transformaciones dignas de la imaginación de un científico loco, ascendiendo en el inconsciente colectivo adulto a objeto de deseo y status, y agitando las hormonas de jóvenes con modales de droga dura. Con una inagotable capacidad para abducir funciones de otros electrodomésticos (pronto, de seguir así, se utilizarán para cualquier cosa menos para comunicarse) ahora, en el imperio del sol por siempre naciente, ha llegado el momento de leer por teléfono.
Y no es que en Occidente no se hayan detectado ya síntomas: el celular se utiliza cada vez más para mirar (proyectando contenidos exclusivos de películas y series y potenciando la capacidad zombificante del engendro, como en Cell de Stephen King) y hasta se ha agotado en España algún poemario inspirado por una Musa Operadora con la jerga de los SMS.
Pero lo de Japón –con 78.000.000 de celulares activos– es tan grave como la fiebre amarilla. Los datos no mienten: la cultura responsable de una de las formas más nobles de la poesía (los haikus) y de la considerada primera novela clásica (La historia de Genji) ahora parece entregada a los pulsos y pulsiones de la literatura telefónica. Desde el 2003, los primeros puestos de las listas de best-sellers niponas aparecen literalmente tomados por los tonos de libros originalmente telefoneados. Escritos por autoras primerizas y anónimas y veinteañeras (y súbitamente célebres) con corintelladianos títulos como Amor profundo o Amarte otra vez o Cielo de amor. Millones de ejemplares vendidos en formato libro luego de haber sido descargadas por lectores adictos a las pequeñas pantallas que verán, ahí mismo, las veloces adaptaciones cinematográficas a la gran pantalla de todo eso.
Y la condena de periodistas y escritores y académicos no se ha hecho esperar: Japón es desde siempre un país de gran tradición lectora (sobre todo en medios de transporte, donde está mal visto hablar por teléfono) y está claro que de semejante soporte no surgirá una nueva En busca del tiempo perdido o algo que los rebeldes de Fahrenheit 451 consideren digno de memorizar para un futuro mejor.
Los enganchados al formato –ya sean productores o consumidores– no están interesados en la profundidad de largas sagas. Y basta con buscar y encontrar ejemplos de la prosa en Internet y enseguida comprender que de lo que aquí se trata y se cuenta es poco más que –como canta Pete Townshend– “tierra baldía adolescente” para gozo de lo que ya se conoce como “La Generación del Pulgar” (más datos en internet en el muy interesante ensayo Mobile Phones, Japanese Youth, and the Re-Placement of Social Contact de Mizuko Ito). A saber: invariable primera persona del singular, interacción con los lectores (que llegan a sugerir o imponer cambios), frases cortas, emoticones, pocos y superficiales personajes, tramas melodramáticas, maniqueísmo, amores y altas dosis de sexo y violencia con heroínas sufriendo violaciones en grupo, embarazos, abortos, contagio del sida, alienación, esas cosas.
“Soy bajita, soy estúpida, no soy bonita, no valgo nada, y no tengo sueños”, se presenta la sufrida protagonista de Cielo de amor. Y así –consciente o inconscientemente– parece convertirse en su propia y despiadada crítica literaria.
Si hay algo de buena suerte, Haruki Murakami escribirá una gran novela sobre los años de esta peste. O, si hay todavía mejor suerte, si la cura se descubre pronto, tal vez ni siquiera llegue, tal vez no haga falta escribir nada.
Todo esto no quita –la Resistencia es poderosa– que el año pasado se hayan vendido en Japón 300.000 ejemplares de Los hermanos Karamazov. Están también, claro, los que dicen que mejor leer algo que no leer absolutamente nada. Y seguramente sean aquellos que, con el flamante Kindle (“dispositivo inalámbrico de lectura” patrocinado por la librería virtual Amazon, cuya primera tirada se agotó en horas y que supuso casi evangélica portada de Newsweek así como las alabanzas de la novelizada Toni Morrison), tienen hoy los mismos sueños húmedos que alguna vez dedicaron a los efímeros e-books. Otros, eufóricos, defienden y celebran el nacimiento de “un nuevo idioma narrativo”. En lo personal, me parece que habría que aplicar las ventajas de lo novedoso sin jamás perder de vista lo que fue, lo que sigue siendo. No creo que nadie esté esperando un nuevo lenguaje narrativo pero no estaría nada mal que se agilice el aprendizaje y se mejoren las aplicaciones del lenguaje de siempre. Es decir, por ejemplo, ya que estamos: no está nada mal la red si no se cae en ella. Una cosa es entrar y salir, otra muy distinta es quedarse enredado, para siempre, ahí dentro y, solipsistas, pensar que se está haciendo ahí la Historia que no se quiso o, seguramente, no se pudo hacer aquí.
Ya en 1994, en Elegías a Gutenberg (Alianza) Sven Birkerts anticipaba tiempos oscuros para las letras en la encandiladora Era Electrónica. Si no se entrena desde el principio a alguien en el placer de la decodificación de frases complejas, difícilmente se las quiera escribir después, decía. Meses atrás, Caleb Crain en The New Yorker (“El crepúsculo de los libros”) advertía sobre las zonas cerebrales que no se activan nunca en jóvenes más acostumbrados a sostener un móvil en la palma de la mano que a agarrar un libro utilizando todos sus dedos. Así, más temprano que tarde, alcanzaríamos la práctica pero estéril lengua de las máquinas: on, off, out of batteries y a esperar el milagro de que el medio sea el mensaje y que la tecnología sea la que certifique los méritos. De este modo, se habrá cumplido uno de los sueños de Warhol: la botella de Coca-Cola se impondrá sobre la bebida que contiene y los envases (los formatos, las formas) vencerán a los contenidos (los fondos, lo profundo).
La esperanza reside en que –como ocurre con toda moda móvil– el fenómeno sea pronto suplantado por una variante acaso peor pero también de vida más o menos corta sin perder nunca de vista el destino definitivo de semejante ingenio: ser arma arrojadiza de la top-model Naomi Campbell.
Mientras tanto y hasta entonces, los lectores de verdad todavía respiran tranquilos: no existe aún –por más que el Kindle asegure que la resolución de su pantalla es similar a la del “papel verdadero”– mecanismo que nos ofrezca esa sensación de íntima victoria y de épica expectativa que sólo ofrece el unplugged pero electrizante gesto de voltear una página.
Muy distinto es lo que uno siente por los amados libros de siempre cuando llega el momento de una mudanza.
Pero mejor no escribir o hablar –ni siquiera por teléfono– de ciertas cosas.
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