Domingo, 4 de mayo de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Gabriel Lerman
Del 26 al 29 de abril de 1990, un grupo de escritores, historiadores y sociólogos se reunió en la Universidad de California a debatir sobre los límites y problemas de la representación, es decir la tematización mediante la ficción, el arte, la historia, el lenguaje, del nazismo y, en particular, la solución final, expresión que asumió el exterminio de los judíos detenidos en campos de concentración de la Alemania nazi. Quien los convocó fue el historiador israelí Saul Friedlander –quien acaba de recibir el Premio Pulitzer en la categoría general de no ficción por su libro Los años del exterminio: la Alemania nazi y los judíos–, para entonces ya profesor de historia contemporánea de dicha universidad. El caso es que no fue un seminario más, básicamente por el prestigio de sus participantes pero sobre todo por la espesura de sus aportes. Sin embargo, si bien las ponencias del encuentro hicieron escuela en buena parte de la bibliografía sobre el tema, hasta ahora, transcurridos exactamente dieciocho años, permanecían inéditas en castellano.
En el contexto del derrumbe comunista, la caída del Muro de Berlín y la reunificación alemana, sumadas al resurgimiento de vertientes neonazis, negacionistas y filofascistas expresadas en política pero también en expresiones artísticas, Friedlander convocó en la ciudad de Los Angeles a especialistas de la talla de Hayden White, Carlo Ginzburg, Perry Anderson, Jürgen Habermas, Martin Jay, Vincent Pecora, Dominick LaCapra y Eric Santner, entre otros.
Gracias al empeño editorial de la Universidad Nacional de Quilmes y una traducción sobresaliente del profesor Marcelo G. Burello, quien también estuvo al cuidado de la edición, el libro En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final se publica por primera vez en el mundo de habla hispana. Los artículos fueron traducidos al cabo de un arduo trabajo editorial y técnico, el cual vale la pena destacar y enmarcar. Como señala Alejandro Kaufman en el prefacio a esta edición en castellano, el tópico de la traducción tampoco escapa a la problemática de la representación, ya que la vacancia o la carencia de traducciones de obras fundamentales contribuye a la ignorancia o el desconocimiento sobre una materia, hace a las políticas editoriales y en consecuencia o en consonancia, hace a los recortes académicos, intelectuales y políticos. Kaufman especifica, por ejemplo, el itinerario de opacidad o lejanía en que se mantuvo una obra fundamental como La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, publicada en inglés en 1961, traducida al alemán recién en 1983, luego al francés y al italiano, y recién al español en 2005, 44 años después de la versión originaria. En cambio, un texto controvertido como el de Norman Finkelstein, La industria del holocausto: reflexiones sobre la explotación del sufrimiento, fue traducido dos años después de su edición original, y publicado en 2002. Es más, a lo largo de las décadas transcurridas desde la aparición del libro de Hilberg, diversos diccionarios de lengua inglesa y francesa incorporaron intensamente en sus glosarios términos como solución final, Shoá, Holocausto. “En el de la Real Academia Española –puntualiza Kaufman– no sólo están ausentes, sino que en el lugar de esa ausencia, que es también la ausencia de la expulsión, aparecen residuos terminológicos antisemitas e infamantes aún persistentes desde la Inquisición, como ‘judaizar’, palabra cuya denotación refiere en sus implicaciones a la genealogía más remota de la solución final, en tanto presume al judío como causante de un daño a terceros por su sola condición de tal.”
Saul Friedlander nació y creció en Praga, hijo de judíos de habla alemana. Sus padres huyeron con él a Francia antes del comienzo de la persecución antisemita. Cuando el ejército alemán invadió Checoslovaquia, sus padres lo llevaron a un internado católico y durante su intento de huir a Suiza ambos fueron detenidos por la policía del régimen de Vichy, entregados a los alemanes y enviados a Auschwitz, donde murieron en las cámaras de gas del campo de concentración. Friedlander creció como católico y lo educaron para el sacerdocio, aunque en 1947 reasumió su identidad judía, emigró a Tel Aviv, estudió allí y en París. Hacia 1983, momento en que recibe el máximo galardón Premio Israel y se traslada a Estados Unidos, ya era uno de los principales especialistas en historia del holocausto.
“Nuestro presupuesto subyacente –dice Friedlander en la Introducción a este libro–, es que tratamos un acontecimiento que exige un abordaje global y una reflexión general sobre las dificultades que plantea su representación. (...) Lo que hace de la solución final un suceso límite es el hecho de ser la forma más radical de genocidio que encontramos en la historia: el intento voluntario, sistemático, industrialmente organizado y ampliamente exitoso de exterminar por completo un grupo humano en el marco de la sociedad occidental del siglo XX.” De inmediato, Friedlander anticipa que sus interlocutores no son necesariamente oradores en los debates sobre el holocausto ni estudiosos que se hayan ocupado del nazismo y el exterminio judío. Lo que busca, precisamente, es situar el debate por fuera o en el borde de los especialistas en la materia, de manera de provocar la reflexión epistemológica, totalizadora, de encontrar respuestas a las posibilidades y las formas de expresión que asume aquella fractura. El problema, situado desde la inmediata posguerra por Theodor Adorno, acerca de escribir poesía después de Auschwitz, es la referencia más conocida. No obstante, se señala en distintos trabajos de esta obra, la constante formulación y reformulación de la era nazi obliga a un replanteo permanente, a un no bajar la guardia. Sí se ha escrito poesía, y mucha. Incluso la posibilidad del negacionismo ha impulsado nuevas respuestas, sobre todo ésta. Pero también la memoria judía en el marco del sionismo. La inscripción de Israel como “solución” al “problema judío” mantiene un vínculo conceptual con la “solución final”, bastante lejana antes de 1933.
Mientras que la primera parte del libro evidencia un enconado debate historiográfico, una discusión de pertinencias, legitimidades y alcances, en la segunda la polémica se acota sobre distintos tópicos como el antisemitismo, el nazismo como “experimento científico” y como “final de la historia moderna”, la representación de la Shoá en la literatura israelí como construcción de sobrevivientes renacionalizados, la “traducción” en Paul Celan, la poesía y la indeterminación de las metáforas, el lenguaje y el silencio, la representación de los límites, de la imposibilidad manifiesta y a la vez imperiosa y necesaria de la representación artística, novelesca.
Ahora bien, en toda la línea éste es un libro sobre la escritura de la historia, sobre su imbricación insalvable, atenazada, con los hechos narrados. No hay ideal de transparencia u objetividad donde el historiador asépticamente descubre algunas “pruebas” o “evidencias”. Ni el artista que evoca el dolor lo hace desde una paleta inalterada a su puro albedrío. El lenguaje emerge desde la escisión, está preñado de dolor y sesgo. No hay autonomía de procedimientos ni tonalidades casuales ni enfoques que puedan fagocitarse o ser despellejados de ese “algo” que “aconteció”.
Pero a la vez, cada artículo abre un mundo de referencias y problemas, cuya lectura tanto en relación con los otros como por separado enriquece y amplía las resonancias de cada enunciado. Porque el fin temprano de la modernidad, o su fracaso más estentóreo, se reveló amargamente como derrota de la humanidad y como triunfo de un particularismo que, desde entonces, no cejó en promover e inspirar las peores acciones del Hombre, incluso en sus enemigos históricos.
Al parecer, es cuestión de distinguir entre un conjunto específico de “contenidos” objetivos y una “forma” específica de narración, aplicando la regla que estipula que un tema serio –como un asesinato en masa o un genocidio– requiere un género noble, como la épica o la tragedia, a la hora de ser adecuadamente representado. Y ésa es precisamente la cuestión que plantea Maus: relato de un sobreviviente de Spiegelman, que expone lo sucedido en el Holocausto mediante un libro de historietas (en blanco y negro) y en un tono de amarga sátira, mostrando a los alemanes como gatos, a los judíos como ratones y a los polacos como cerdos. El contenido manifiesto de la historieta de Spiegelman es la saga del esfuerzo que el dibujante debe hacer para sonsacarle a su padre la historia de lo que vivieron sus progenitores durante el Holocausto. De esta forma, el relato del Holocausto que se narra en el libro está enmarcado por el relato de cómo se llegó a contar ese otro relato. Pero el contenido explícito de ambos relatos, el del marco y el enmarcado, están comprometidos por su alegorización, por así decirlo, como un juego de gato, ratón y cerdo, en el que todos –autores, víctimas y espectadores en el relato del Holocausto y Spiegelman y su padre en el relato de esa relación entre ambos– acaban pareciéndose más a una bestia salvaje que a un ser humano. Maus muestra una mirada especialmente irónica y desconcertante del Holocausto, pero a la vez es una de las narraciones más conmovedoras que conozco, y un motivo no menor es que la dificultad de descubrir y contar toda la verdad de siquiera una ínfima porción de lo ocurrido forma parte del relato tanto como los acontecimientos cuyo sentido procura descubrir.
Algunos relatos sobre la medicina y las ciencias naturales nazis proporcionan análisis bien documentados no sólo de los crímenes médicos de los nazis (hechos que empezaron a ver la luz en los juicios de Nuremberg y Frankfurt), sino además del papel que jugaron los facultativos como cuerpo profesional en el desarrollo, la justificación y la implementación científica de la política racial nazi desde el comienzo del régimen y hasta la denominada solución final. Sin embargo, la mayoría de esas obras tiende –de diversas formas y en diversos grados– a presentar las prácticas científicas nazis como una anomalía en la historia de la ciencia.
Si bien las modalidades de esa delimitación difieren según el bagaje profesional, nacional, étnico y político del historiador, parecen compartir un denominador común: en general reflejan una visión esencialmente positiva de la ciencia, que impide reconocer como “ciencia” lo que hicieron algunos médicos nazis. Semejante representación de la ciencia pareciera traslucir no sólo una valoración de la efectividad cognitiva del método científico, sino también una fe en la simbiosis entre la ciencia y los valores de la modernidad tal como los expresa la cultura de la democracia occidental.
A pesar de la importancia que se les puede adjudicar a los ensayos posmodernos con aquello que escapa –al menos parcialmente– a las categorías históricas y artísticas de representación ya establecidas, es probable que a lo largo de esta introducción se haya hecho visible que la equivocación del posmodernismo en cuanto a la “realidad” y la “verdad” (en definitiva ése es su relativismo fundamental) se enfrenta a cualquier discurso sobre el nazismo y la Shoá con considerables dificultades. No puedo sino suscribir a las palabras ya citadas de Pierre Vidal-Naquet: “Estaba convencido de que todo había de pasar por lo que se dice; pero más allá de eso, o antes de eso, seguía habiendo algo irreductible, algo que para bien o para mal yo seguía llamando ‘la realidad’. Sin ella, ¿cómo podríamos distinguir entre ficción e historia?”. Y en efecto: ¿cómo no vamos a querer determinar la diferencia entre ficción e historia cuando se trata de acontecimientos extremos como la Shoá? El material documental en sí contiene la historia de incidentes minúsculos que parecen escapar a los abrumadores contornos de la catástrofe generalizada, pero que expresan, no obstante, ese excedente que no se deja poner en palabras, o dicho de otra manera, que arroja una extraordinaria incertidumbre en la mente del lector, más allá del significado último y la “concreción” absoluta de lo que se le informa. En este caso, justamente porque los sucesos son “minúsculos”, parece abrirse un vacío en torno de los hechos.
Lituania, a comienzos de 1942. El Einsatzkommando 3 del Einsatzgruppe A, al mando del coronel de la SS Karol Jaeger, ha completado la ejecución de aproximadamente 137 mil judíos, entre los cuales había 55 mil mujeres y 34 mil niños. Este es el apocalíptico trasfondo. Un incidente entre otros miles aparece el 14 de enero de 1942 en Diario del Gueto de Kovno. Dice así: “Se dio orden de que llevaran todos los perros y gatos a la pequeña sinagoga de la calle Veliuonos, donde se los mató”. Una nota al pie agrega un dato complementario: “Los cuerpos de los perros y gatos permanecieron en la sinagoga de la calle Veliuonos durante varios meses; a los judíos se les prohibió sacarlos”.
Se trata de un debate que no puede dejar fuera de su alcance la obra de Paul Celan, las ciencias médicas, problemas teológicos, la literatura hebrea israelí, el conflicto del Medio Oriente y la opresión de los palestinos o el negacionismo como una cuestión concerniente intrínsecamente a la memoria de la Shoá. Se trata entonces de un debate que sigue estos dos andariveles: un espectro que abarca un número amplio de posiciones filosóficas, epistemológicas y metodológicas y, en segundo lugar, un espectro que abarca una diversidad de disciplinas y tópicos que van desde la política contemporánea y coyuntural hasta la narratología histórica, desde el análisis crítico de las ciencias “duras” hasta problemas que conciernen a la literatura o la filosofía de la religión. En este contexto adquiere un sentido pertinente mencionar el carácter no especializado de la mayoría de los autores de este volumen en la cuestión del “holocausto”. Lo que los convoca no es el estudio intrínseco del Holocausto, sino la importancia de la problemática del Holocausto en relación con las corrientes dominantes de la cultura contemporánea en su sentido más amplio. Tal relevancia se vuelve patente a través de los análisis minuciosos y situados que se llevan a cabo en cada aspecto. No son consecuencia de un principio de carácter abstracto identitario que le confiera algún estatuto especial al Holocausto a priori.
La eficacia que el negacionismo consigue, al obligar al campo cognitivo a involucrarse en un debate que se experimenta como ineludible, no radica en este logro particular. Un debate negacionista que refiriera a cualquier otro tema convencional podría reducirse a discusiones entre especialistas sin consecuencia directa alguna comparable en el campo político cultural. En cambio, es allí donde la provocación negacionista logra sus pretensiones, que no radica en que los historiadores aprueben sus argumentos, sino en que sus argumentos sean efectivos en la sociedad en general, en lo que esperan encontrar eco en función de fenómenos que no son cognitivos, sino que pertenecen al orden de la psicosociología de las masas. El odio a los judíos no se basa en pruebas científicas. Las pruebas científicas no habrán de refutar ni de demostrar nada que incentive o reduzca el odio antisemita y el deseo de aniquilar a los judíos. En cambio, la conversación sobre el negacionismo, en su irradiación por fuera del campo de los santuarios académicos, circula en la modalidad del panfleto antisemita clásico, a la manera de los protocolos de los sabios de Sión, texto que no fue objeto de debates formales académicos en la época histórica que surgió (...)
En todo caso, hay que decirlo aun con más claridad: para la diseminación antisemita no hacen falta pruebas científicas, es suficiente con que una certeza sea puesta en duda por quien quiera que sea para que cualquier versión funcional al antisemitismo encuentre la posibilidad de fortalecerse.
(Del prólogo a En torno a los límites de la representación en su edición en castellano por la editorial de la Universidad de Quilmes, a la que también pertenecen los fragmentos de White, Biagioli y Friedlander.)
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