EN FOCO
Hay otro Murakami en la literatura japonesa: Ryu, cuatro años menor que Haruki, y feroz retratista de la noche, el sexo, la violencia y las drogas del Japón entregado al american way of life, la gran ola que se cierne sobre esa cultura milenaria lanzada al consumo del futuro.
› Por Juan Forn
Sopa de miso
Ryu Murakami
Traducido del inglés por
Javier Martínez de Pisón.
Seix Barral, 222 págs.
Por cualquier lado que uno se asome a Japón, cae. Es un viaje de ida. El sol rojo de su bandera en realidad es un pozo sin fondo, un agujero que te chupa y vaya a saber dónde te expulsa. Me pasó el otro día, que andaba con ganas de leer algo liviano y manoteé en casa de unos amigos Sopa de miso, una novelita de Ryu Murakami con asesino serial en Tokio. Ryu Murakami, recordarán los memoriosos, fue objeto de culto a principios de los ’80 con su Azul casi transparente, publicado por Anagrama en su colección guarra (esa donde salían Bukowski y Hunter Thompson y Donald Barthelme).
Ryu Murakami es cuatro años más joven que Haruki, pero empezó a publicar cuatro años antes que su casi homónimo: en 1976 entró pateando la puerta con Azul casi transparente (drogas y reviente intenso de jóvenes japoneses y soldados yanquis de una base militar en el Tokio de los ’70, post–revueltas estudiantiles), después publicó 69 (número que condensa como ningún otro las revueltas estudiantiles y el relajo sexual de esa época, según Ryu Murakami). De ahí se pasó al cine e hizo una película semidocumental llamada Tokio Decadence (en Japón se la conoce como Topaz) sobre la vida nocturna en el dispendioso Japón de los ’80 y también se convirtió en objeto de culto, esta vez en el circuito de festivales independientes (Hal Hartley terminó casándose con la piba que protagonizaba la película, que no era actriz ni se hizo actriz después).
El libro más fuerte de Ryu Murakami se llama Coin-locker Babies, y empieza cuando la policía encuentra en la consigna de la Estación Central de Trenes de Tokio a dos bebés mellizos, abandonados en lockers vecinos, aún vivos. A las cincuenta páginas, el libro se hace ilegible (de la ciencia-ficción deriva a un vale todo sin gracia) pero tenía lo suyo la metáfora de que dos mellizos así encarnaran al Japón de hoy. Porque si hay algo que muestra el Japón moderno todo el tiempo es la coexistencia de sus opuestos (incluso de los aparentemente incompatibles). La tradición milenaria y el neón más estridente, la producción en masa y el colmo de lo artesanal, las multitudes y el silencio, Mishima y Kawabata, Kitano y Kurosawa, todo en Japón es yin y yang simultáneamente, siempre. Como dice Tanizaki en su Elogio de la sombra: “Lo bello no es una sustancia sino un juego de claroscuros. La belleza pierde su existencia si se suprimen los efectos de la sombra”.
Lo japonés, incluso cuando es malo, cautiva, porque muestra su “japonidad”. Sopa de miso, la novela del pobre Ryu (“¡El silencio de los inocentes en versión japonesa!”, según la contratapa) resultó ser igual de mala que Coin-locker babies, y 69 y Azul casi transparente (en la página 2 el narrador dice: “Había algo raro en él, daba miedo” y se refiere al personaje que va a ser el serial-killer del libro) pero tiene sus chispazos hipnóticos sobre Japón, que se vuelven más sabrosos en los reportajes y los ensayitos que escribe. En uno de ellos, Ryu dice (casi contestando a la pregunta que en la novela le hace el serial-killer a su joven guía japonés: “¿Hasta cuándo van a imitar a América?”): “En Japón somos básicamente todos iguales. ¿Y cómo establecer tu identidad cuando no tenés a nadie distinto alrededor? Eso es lo que la gente fue empezando a entender muy de a poco y la perturbó. Siempre teníamos algo detrás, y encima, de nosotros: la empresa, el gobierno, la familia, la comunidad. Y de pronto nos dimos cuenta de que, por primera vez en nuestra historia, no teníamos ni protección ni evaluación de arriba. Cada uno estaba solo. El primer paso hacia una identidad es la conciencia de individualidad. Lo que hizo el japonés, en cambio, fue todo lo contrario: imitar al norteamericano”.
Imitar al invasor. Japón como encarnación a megaescala del Síndrome de Estocolmo. Espectacular idea, si se lo piensa un poco. Si el nacimiento del nuevo Japón fue en agosto de 1945 (esos mellizos en lockers vecinos, como dos bombas atómicas), ¿cómo no iban a salir alienados de nacimiento? ¿Quién puede sorprenderse de que la manera más vívida de manifestar su identidad sea repitiendo y exagerando el hiperconsumismo del american way of life? Eso está maravillosamente pintado en Una novela real, el libro de Minae Mizumura que se tradujo hace poco. Hay dos momentos en espejo: el primero de ellos es en los años ’50, cuando el padre de la protagonista es enviado por su empresa a trabajar a Nueva York, y la familia entra en el chalecito impecable y totalmente amueblado que les alquiló la empresa en un suburbio de Long Island (ella será la única de la familia que no se dejará seducir por El Sueño Americano: al cumplir la mayoría de edad no se quedará a vivir en Estados Unidos, como los demás, sino que volverá a su “atrasado” Japón). El segundo momento es en los años ’80, cuando los japoneses descubren que con su poderosísimo PBI pueden comprar Estados Unidos, si quieren. Han sido tan eficaces en su imitación que han superado al modelo. Y se han quedado sin horizonte. Ese es, según Mizumura, el momento definitorio: el momento en que los japoneses se asomaron al abismo y el abismo se asomó a ellos. Ese momento que sigue durando hasta el día de hoy: la Ola de Hokusai se cierne sobre la cabeza de los nipones. Es una gigantografía pop del tamaño exacto de la isla. Próximamente será videojuego, y así cada japonés podrá por fin elegir su destino individualmente, en su playstation, su computadora o su celular.
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