MUJICA
Reconocido especialmente por su trabajo poético, Hugo Mujica incursiona aquí por segunda vez en el cuento. Breves relatos donde la religiosidad es un lenguaje.
› Por Patricio Lennard
Bajo toda la lluvia del mundo
Hugo Mujica
Seix Barral
134 páginas
Hay varios suicidios en este libro de relatos de Hugo Mujica, el segundo que publica desde que en 1990 apareciera Solemne y mesurado. Hay un personaje que compra una navaja en un quiosco del subte, y que se encierra con ella en el baño de su casa. Hay uno que ha decidido pegarse un tiro escuchando la Primera Sinfonía de Mahler. Hay un sacerdote que sube hasta el campanario de su iglesia y que, sin más, se arroja al vacío. Este es, sin duda, el más inquietante de todos. No tanto por la manera en que Mujica compone la escena (el elemento de intimidad psicológica aparece elidido), sino por el sentido de la absurdidad que allí adivinamos: el suicidio es una forma de sacrilegio. Lo desconcertante del acto, sin embargo, no excede la reticencia de su planteo. No sabemos qué oscuros motivos han llevado al sacerdote a hacer lo que hace, ni qué dilema moral involucra su muerte voluntaria en ese contexto. Presente en los siempre inespecíficos lugares en que los hechos ocurren y en sus personajes sin nombres, la abstracción es un riesgo que Mujica asume en éste y otros de los cuentos de Bajo toda la lluvia del mundo. Riesgo de inspiración kafkiana que, en su afán de brindarle a sus historias un sustrato universal y/o alegórico, diluye por momentos su poder de sugestión en lo parco y lo inconcreto.
En su mayoría piezas breves, muchos de los relatos de Mujica parten, al igual que su poesía, de una interrogación metafísica. De ahí que algunos de ellos (como el que imagina el último diálogo entre Cristo y Judas Iscariote, o la serie de cuentos en que aparecen reyes y emperadores) envíen respectivamente a la parábola o al relato zen, o a la fábula inclusive. Solitarios empedernidos, los personajes cortejan la aflicción y se sostienen en la tácita pregunta sobre el sentido de la vida. Y eso hace que se comporten, por momentos, de manera incomprensible. Así el actor que se entrega a una extensa improvisación debido a que un supuesto desperfecto no permite que el telón caiga sobre el escenario en el que actúa; o el escrupuloso traductor que vive en una situación de encierro, sin contacto con la gente, y que un día reconoce como una “revelación” la idea de dibujar en la pared una ventana ficticia.
Allí donde lo religioso aparece más explícitamente, la literatura de Mujica evita caer en la moraleja o en el sermón encubierto. Antes que una postura asumida o un punto de vista, la religiosidad es un lenguaje que le sirve para expresar una visión de la acción humana lejos de cualquier voluntad sentenciosa. Por eso decimos que Mujica, quien vivió durante siete años en un retiro monástico de la Orden Trapense, no se interesa por la moralidad, sino por el pathos de las posiciones morales. Lo que queda claro en el cuento que da título al libro, en donde la espiritualidad de la protagonista evidencia una posición enajenada. No en vano esa viejita cuya vida gira en torno del cuidado que cotidianamente les da a unos gatos que viven en un baldío, y cuyas beaterías disimulan el olvido (la represión de un hecho traumático) al que ella se entrega obstinadamente, ve desbaratarse su fe una vez que el recuerdo del aborto que se hace en su juventud, luego de ser abandonada por su novio, la asalta al encontrar el cadáver de uno de los gatitos. Anagnórisis en la que se vislumbra otro de los momentos inquietantes del libro de Mujica: la transición de una mujer de la devoción a la blasfemia.
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