Dom 18.05.2008
libros

CRóNICAS

Vamos a la ruta

Ya resulta legendaria la fascinación de la cultura norteamericana por los moteles. Pero esta vez se trata de Bruce Bégout, un ensayista francés que sucumbe al discreto encanto de la desolación.

› Por Juan Pablo Bertazza

Lugar común.
El motel americano

Bruce Bégout
Anagrama
180 páginas

Una pieza rectangular de 16 metros cuadrados. Cama, mesita de luz con lámpara, teléfono y un cajón con la Biblia. La televisión y el baño. Costo por noche: unos 20 dólares. Pero la importancia simbólica de los moteles para los Estados Unidos no tiene precio. Probablemente ese slogan publicitario se le cruzó por la cabeza al joven filósofo francés Bruce Bégout –quien ya le había dedicado un libro a Las Vegas– a la hora de proyectar su ensayo Lugar común, pergeñado con esa mezcla de fascinación y rechazo que suelen sentir los franceses por los Estados Unidos. ¿Cómo puede ser que esos lugares asépticos, anodinos y despojados hayan fascinado tanto a la cultura estadounidense desde el motel Bates de Psicosis hasta los intercambiables moteles de Sin lugar para los débiles, pasando por los de los cuentos de Carver y las Crónicas de motel, de Sam Shepard, hasta aquellos de Las Vegas donde Marilyn y Kennedy consumaron su raro amor? ¿Por qué calaron tan hondo en el permanente espíritu de frontera, con la vista siempre hacia el Oeste de los norteamericanos?

Si bien originalmente fueron pensados para los primeros turistas motorizados –el primero fue el Milestone que abrió en 1925 en San Diego (California)–, muy rápido los moteles empezaron a estar asociados a encuentros amorosos clandestinos y a criminales en fuga, ofreciendo a sus huéspedes un término medio –tal como su propia ubicación en las afueras de las ciudades– “entre la protección y la aventura, el confort y la inquietud, el hogar y la carretera”, al decir de Bégout.

Y hablando de oscilaciones, la ruta por la que Bruce Bégout desanda su ensayo parece tener también dos sentidos. Como si su estilo deliberadamente seco se hubiera mimetizado con la atmósfera áspera de los moteles, aunque ocultando un secreto que refulge periódicamente en frases que siguen la tradición de un Barthes o un Bachelard. En el primer sentido, que coincide con lo que de alguna forma esperamos leer, Bégout desarrolla múltiples características de estos lugares como, por ejemplo, la reserva que otorga a los huéspedes el desgano con que se hace el check in (todo un contraste con la paranoia norteamericana que abunda desde hace unos buenos años), el paso de la hospitalidad –que nace con los griegos– a la hostilidad y la esquizofrenia entre la simpleza del edificio y los rimbombantes carteles de neón que buscan hipnotizar conductores. Y todo mechando referencias a obras literarias como Jugadores de Don De Lillo, La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon. La otra dirección, más secreta y sinuosa, comienza a tomar forma cuando Bégout se aleja poco a poco del reducto motelero para hacer audaces comparaciones entre los jugadores compulsivos y los conductores, los serial killers y los empresarios, y otras tantas definiciones poco convencionales. Es mientras recorremos esta segunda dirección que suena una alarma con tono de pregunta: ¿por qué entre tantos nombres Bégout no desliza el de Marc Augé y su concepto del no-lugar del que aparentemente sería deudor? Si bien no lo dice explícitamente, queda más que insinuada la idea de que son demasiados años ya con aeropuertos, estaciones de subte y supermercados como para mantener aquello de que son “lugares donde la gente sólo puede cruzar miradas furtivas y nada más”. Con la paradoja de que cuanto más vacíos de sentido están algunos lugares, más significación puede darle el usuario, Bégout aprovecha para abrirse camino entre el pesimismo de pensar que el hombre sería poco más que un títere (ahí donde se ubicaría Augé) y el optimismo de que el hombre goza de total libertad (corriente en la cual Bégout ubica explícitamente a Michel de Certeau).

Como si tras saber que el hombre es mitad tragedia y mitad comedia, Bruce Bégout quisiera expresar ahora que el hombre es part time servil y autómata y part time libre y lúcido, tal como lo confirma el testimonio de un pianista que el francés incluye al final del libro: “Como artista, nunca desperdicio la ocasión de inspirarme en la vida cotidiana. Reconozco que la banalidad de este motel me inspira. Es sobrio y limpio. El motel es a la arquitectura lo que una pieza de Cage es a la música”.

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