CHABON
Cuando Michael Chabon empezó a hacerse famoso en los Estados Unidos, la crisis de 2001 prácticamente impidió que sus libros se difundieran aquí. Por eso, El sindicato de policía yiddish, donde los códigos del policial negro se trasladan a un imaginario condado judío de Alaska, bien puede considerarse su primer contacto real con el lector argentino.
› Por Martín Pérez
El sindicato de policía yiddish
Michael Chabon
Mondadori
428 páginas
Un adicto a la heroína aparece muerto en un hotel de mala muerte. No sería una noticia que llame demasiado la atención, si no fuese porque la muerte no es por sobredosis, sino por un pulcro disparo en la nuca. Y porque ese hotel de mala muerte es lo más parecido a un hogar que en sus últimos desastrosos nueve meses ha tenido el inspector Meyer Landsmann, que decide asumir el asesinato casi como si fuese algo personal. Un ajedrez de bolsillo sobre la mesa de luz completa la escena del crimen, lo que termina de estrechar los hasta entonces inexistentes vínculos entre el inspector y la víctima. Porque el juego ciencia está íntimamente ligado con su historia familiar, punto de partida para el personal pozo sin fondo de Landsmann, en el que se debate en un estupor alcohólico y emocional desde su separación. Algo que sucede cuando todo lo que conoce parece a punto de desaparecer y caer en un similar pozo sin fondo. Y lo único que parece tener sentido es lo único que Landsmann aún parece saber hacer: resolver un homicidio.
Ese es el motor que pone en funcionamiento esa fascinante proeza literaria que es El sindicato de policía yiddish, la última novela del escritor norteamericano Michael Chabon, en la que los códigos de la serie negra se aplican a un imaginario distrito judío ubicado en Alaska, desplegando una realidad paralela como desgajada escenografía –cuyo dato más relevante es que luego del final de la Segunda Guerra Mundial nunca pudieron asentarse en Israel– para intentar develar un misterio de carácter místico, pero que también bordea la locura religiosa, y terminará construyendo una feroz sátira contra la realidad política mundial del 11 de septiembre del 2001 en adelante. Pero aunque semejante descripción amenace con una novela llena de largas parrafadas declamativas y/o explicativas, lo que en cambio enhebra Chabon es el melancólico retrato de un policía que no está en su mejor momento, pero al que la inercia de su oficio lo lanza a la aventura en un extraño policial negro que, como suele suceder con el género, encuentra su principal sustento en la meticulosa construcción de sus personajes. Y la verdad es que durante las más de 400 páginas de El sindicato de policía yiddish, no sólo el triste, terco, alcohólico y mugriento Meyer Landsmann es más importante que cualquier necesario malabar para crear el mundo paralelo en el que transcurre su historia (con detalles que apenas si se dejan caer aquí o allá), sino que el otro gran protagonista de la historia, el imaginario distrito federal ártico, judío y a punto de caducar de Sitka, termina siendo –gracias a la portentosa prosa de Chabon– más real que el mundo en el que ocasionalmente se encuentre el lector al recorrer las páginas de la novela.
Aunque se hizo conocido al ganar el Pulitzer con su deslumbrante novela sobre escapismo, Golems e historietas titulada Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (2000), el primer contacto de Chabon con una cierta masividad fue cuando su anterior novela, Chicos prodigiosos (1995), fue llevada al cine con Michael Douglas como protagonista. Sin embargo, como su salto a la fama internacional como escritor se dio justo cuando la crisis económica local hizo que fuesen casi prohibitivos los libros importados, la flamante edición local de El sindicato de policía yiddish recién permitirá el primer contacto real del lector argentino con la obra de Chabon. Defensor de los géneros literarios en contra del realismo epifánico, Chabon hizo guiones de historietas a la medida de los protagonistas de su novela premiada con el Pulitzer –sus protagonistas, Kavalier y Clay, homenajean a Jerry Siegel y Joe Shuster, los largamente olvidados autores de Superman–, e incluso coqueteó con Hollywood trabajando como guionista (entre los cultores del género son legendarios sus guiones nunca realizados sobre diversos superhéroes).
Con esta última novela, editada originalmente hace un año en Estados Unidos, Chabon termina de cimentar su fama de autor de una imaginación desbocada, pero cuya elegante y fluida prosa permite que esos arrebatos creativos siempre lleguen a buen puerto. Y lo mismo se podría decir de la atinada traducción a cargo del español Javier Calvo –autor de Mondadori–, que ya realizó similar trabajo con la obra de David Foster Wallace y J. M. Coetzee, entre otros. Y que, dado los recurrentes desastres a los que nos tiene acostumbrados la industria editorial española, casi se podría calificar como milagrosa. Porque gracias al trabajo de Calvo es que también es posible relajarse y disfrutar leyendo la voluptuosa prosa de Chabon en castellano.
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