VERONESI
› Por Juan Pablo Bertazza
Caos calmo
Sandro Veronesi
Anagrama
507 páginas
Hay ideas del terreno de la ciencia casi tan atractivas como el mal de ojo. La entropía –el nivel de desorden en un sistema físico, cuyas partículas pueden alcanzar una mezcla irreversible– es una de ellas.
El sistema físico lo constituye, aquí, Caos calmo: más de quinientas páginas plagadas de personajes revueltos, bajo el (des)control de Sandro Veronesi, uno de los escritores italianos más aclamados del momento que, con esta novela llevada al cine por Antonello Grimaldi y protagonizada por Nanni Moretti, obtuvo el prestigioso Premio Strega.
Dos hermanos, Pietro y Carlo Paladini, se visten de héroes para rescatar a dos mujeres a punto de ahogarse, arriesgando su propia vida en un verdadero caos de olas, viento y ruido del mar (como la canción de Donald, sí, pero escrita por Charly García en Mendoza). La confusión es tal que las víctimas no tienen idea de cómo fueron salvadas y, para colmo, al llegar a casa, Pietro se entera de que Lara –con quien iba a casarse al día siguiente– cayó muerta ante la pasividad de su hija en común, Claudia, mientras él salvaba a una perfecta desconocida.
La reacción de Pietro, ante la culpa, es volver verdad una mentira que algunos padres tienen que decirles a sus hijos: esperarla a Claudia, estacionado en su coche frente al colegio, desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde todos los días. Pero, extrañamente, los que se van acercando al auto de Pietro para, en teoría, consolarlo terminan revelándole su propio dolor como una especie de confesionario de Gran Hermano por el que desfilan cantidad de historias y personajes absurdos: desde su cuñada, Marta, que sistemáticamente queda embarazada y abandonada, hasta un compañero de trabajo preocupado por una amante que dice todo el tiempo actos fallidos y un hijo que todo lo que cuenta son números.
Más que sobre el absurdo de los tiempos que corren (aunque emparentado con él), es ésta una novela sobre las fusiones que ya perdieron sentido: confusiones, claro, entre mentira y verdad, pero más, mucho más: la empresa de un católico donde trabaja Pietro como ejecutivo de televisión se está por fusionar con un pope capitalista judío, y los personajes estructurados a partir de dobles se confunden más que los padres ancianos que mezclan los nombres de sus hijos. Y, por supuesto, la fusión alcanza a la propia novela –género por excelencia de la mezcla– que empieza con una euforia beatnik (Carlo de hecho pareciera una referencia al Carlo Marx de On the Road), sigue melvilleana (o, mejor dicho, bartlebiana) y acaso termina veronesiana, además de meter mano en mails, canciones de Radiohead –casi tan importantes como cualquiera de los personajes–, mensajes de texto, resultados de Google, obsesivas listas de Pietro sobre las mujeres besadas o las mudanzas vividas y cuyo título contradictorio –Caos calmo– es ya en sí mismo una fusión.
Sin embargo, hay algo que distingue a este libro de muchas novelas mediocres que también se deleitan con el pastiche, y es que acá la fusión tiene un sentido, un propósito, un efecto. Es programática. Sandro Veronesi forma parte de ese grupo de escritores que sabe de qué la van estos tiempos, los tiempos de la coctelera boba, los tiempos del caos calmo. Así como hubo una época del arte por el arte, ahora parece haber una tendencia a mezclar por mezclar, generar confusión sin trascendencia, como los padres desesperados que, al buscar a sus hijos a la escuela, se mimetizan con su conducta infantil por un instante.
Si no es una novela de reiniciación –de un adulto siglo XXI que aprende a ser adulto en serio– lo seguro es que Caos calmo es una novela de organización, en el sentido más trascendente de esa palabra que tanto evitamos por culpa del bastardeo al que se vio sometida no sólo en nuestro país. Así como el cuento y la poesía deben eliminar la mayor cantidad de defectos y tender a la perfección, tal vez el objetivo de toda gran novela sea, al contrario, saberlos llevar, exhibirlos, domesticarlos.
Eso es lo que sucede en Caos calmo, donde el predominio de las anécdotas secundarias parece cortar el hilo conductor, donde la manera de denunciar parece imitar lo denunciado, y donde el desorden involuntario parece más potente que la libertad responsable. Parece. Pero no es.
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