EDUARDS
La vida de los poetas oficiales o antipoetas, tema insoslayable de la cultura chilena, es el centro de la novela con la que Jorge Edwards ganó el Premio Planeta-Casamérica, un relato que aborda desde el caso Padilla hasta los días finales de la Unidad Popular.
› Por Claudio Zeiger
La casa de Dostoievsky
Jorge Edwards
Planeta
329 páginas
En libros anteriores, ya considerados clásicos latinoamericanos como Persona non grata y Adiós, Poeta..., Jorge Edwards ensayó pasos memorialísticos para afrontar acontecimientos y personas reales. La situación en Cuba, la vida de Pablo Neruda encontraban realce y se singularizaban aun más por la lente subjetiva de quien había estado ahí, como testigo del proceso revolucionario o como amigo y colega del Poeta, logrando destacar entre otras crónicas o biografías. En esta novela ganadora del premio Planeta-Casamérica 2008, La casa de Dostoievsky, Edwards retoma ese gesto de recurrencia a la memoria, pero desde una propuesta ficcional. Alguien, alguien que anduvo siempre merodeando por esos ambientes pero sin dejar de ser un testigo, reconstruye la biografía de un poeta, un fantasma ubicuo, desde fines de los años ‘40 a los años ‘70, cuando cae Allende y da comienzo la dictadura de Pinochet. Difícil tarea literaria, por cierto, sostener una biografía de ficción, la vida de un poeta que vendría a estar en el medio del Poeta Oficial y el Antipoeta, entre Neruda y Parra, y en el medio Huidobro, Pablo de Rokha, Jorge Teillier, entre tantos otros. Pero es un personaje literario, afantasmado y ambiguo, el que de pronto convoca hechos reales, ambientes ya descriptos en los primeros capítulos de Adiós, Poeta..., o famosos episodios cubanos como “el caso Padilla”. “Si miramos las cosas desde una distancia un poco mayor, desde una perspectiva más amplia, podríamos sostener que los accidentes, los avatares, los desencantos de Ernesto, Eulalio, Armando, de nuestro personaje de huidiza personalidad, nuestro poeta inexistente y a quien preferimos llamar el Poeta, con P mayúscula, formaron parte de una época”, afirma el narrador, ya casi al final de la novela, a modo de conclusión. Ya nos enteramos de que el Poeta tiene un costado miserabilista y otro de dandy contrariado, un lado oscuro y otro acomodaticio, y que en un momento empezará a virar de la excentricidad a la más ordinaria locura, aunque los tramos finales, cual Quijote, lo encontrarán enfermo, pero lúcido y bastante cuerdo.
Es difícil no pensar en Bolaño y Los detectives salvajes (y en la implacable trama lírica de la literatura chilena) cuando se lee la primera parte de La casa de Dostoievsky, precisamente la que gira alrededor de ese caserón del Paseo de la Alameda en Santiago, llamado así porque se creía que un sobrino carnal de Dostoievsky fue su primer ocupante. Así, entre poetas chilenos, surrealistas del grupo La Mandrágora, gente con talento y otros sin talento pero todos sin plata (a pesar de ser muchos de ellos los hijos de la burguesía destinados a la carrera de leyes o a la diplomacia, como sucedería con el propio Edwards), la poesía es cifra y clave de una época que incubaba tiempos peores. Tiempos miserabilistas pero vivibles. Tiempos de enfermedad del alma pero de cuerpos aun intactos. Y un día el Poeta parte a París, y vive su modesta bohemia y gana un premio de Casa de las Américas y recala en Cuba. Y se queda a vivir en Cuba. La novela comienza a virar hacia la visión desencantada del devenir de la izquierda, ese tobogán incesante por el que nunca termina de deslizarse el boom latinoamericano, aunque más adelante, la histérica derecha desabastecida en los tramos finales de la Unidad Popular hará de frontón en la novela. Si París es para el Poeta y lo que él representa, la escala obligada de la antiutopía bohemia (“Me moriré en París con aguacero/ un día del cual tengo ya el recuerdo”, resuena Vallejo todo el tiempo), Cuba es la recalada sospechosa de un cínico alcohólico vía Casa de las Américas, que va a mezclarse con los intelectuales y escritores, la parte rezagada de la revolución. Pero, en definitiva, poco nuevo aporta este segmento de La casa de Dostoievsky.
La última parte, la del regreso a Chile, ofrece a los lectores argentinos la posibilidad de sumergirse en un momento histórico sobre el que hemos leído poca ficción, pocas novelas (hace poco, la película Machuca reveló un universo que con otros matices aparece aquí). Estos tres segmentos –los años ’50, la experiencia cubana, el fin de la UP– le otorgan al lector conocedor de Edwards un efecto altamente coherente y de redondeo de una postura frente a la literatura, sostenida a lo largo de una vida que lo llevó a esos escenarios internacionales por los que transcurre la novela. Es, sin dudas, la novela sólida, bien escrita y bien llevada en su estructura interna del autor de Persona non grata y Adiós, Poeta, y también de la más reciente novela-biografía El inútil de la familia. Recupera así algo del lustre de los premios literarios que no por ser del mercado global deberían dejar de lado una perspectiva mayor, y permitir que por lo menos los lectores se pregunten para qué se escriben y se premian los libros.
La casa de Dostoievsky es un libro de memorias personales que encuentran su cauce en la ficción. Aunque suenen ciertas zonas desgastadas, aunque cansen ciertos tópicos, no es banal lo que corre por sus novelescas páginas.
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