Su personaje es neoyorquino, blanco y rico, pero ciertas fisuras emocionales sacan a Nick McDonell, el nuevo súper niño mimado de la literatura norteamericana, del adormecimiento de la gloria prematura y el hartazgo de una juventud que todo lo tiene.
› Por Mauro Libertella
El tercer hermano
Nick McDonell
Anagrama
276 páginas
Si la primera novela del norteamericano Nick McDonell fue celebrada con un inusitado entusiasmo, la segunda viene galardonada con sentencias francamente delirantes: se habla de una prosa austera como la de Salinger o Hemingway, o de un novelista llamado a perdurar, como Roth y Bellow. Lo cierto es que McDonell es por ahora un escritor que empieza. Nació en Nueva York en 1984, y debutó con Twelve, la historia de un estudiante modelo que antes de entrar en la universidad se toma un año sabático y se convierte en dealer. La novela era demasiado paralela a Menos que cero, el debut literario de Bret Easton Ellis: el joven millonario que coquetea con el mundo de las drogas y el reviente, los códigos compartidos de una generación sin ideales, los exabruptos de la felicidad química y el amor sintético.
Ahora, El tercer hermano recrudece ciertas vetas narrativa y abre otras. La historia es la de Mike, “neoyorquino, blanco, rico”, que trabaja en un diario de Hong Kong y al que mandan a Bangkok para hacer una nota sobre los jóvenes que toman éxtasis, y también para buscar a un periodista perdido. El exotismo que el narrador despliega en ese viaje es bastante obvio: jóvenes despreocupados, fiestas que se extienden hasta el alba, un poco de prostitución, algo de violencia. El libro está armado con capítulos cortos que alternan entre el presente del personaje y su infancia, que también es de manual (vacaciones en Long Beach, escuelas costosas, padres conflictivos). Sin embargo, hay algo perturbador, extrañamente emotivo en esas evocaciones de infancia. Es como si McDonell pudiera sacarse de encima el peso de ser el narrador duro de su generación, el nuevo escritor de hierro norteamericano, y dejara que su escritura se pierda en las vacilaciones de lo emocional. En ese sentido, cuando El tercer hermano puede ser leída como una novela de lo colectivo, como un intento generacional, lo más interesante llega en cambio cuando el personaje está solo con sus fantasmas, perdido en su propia subjetividad.
Hacia la mitad de la novela, el relato gira sobre su propio eje y se vuelve un poco más político. El personaje regresa a Estados Unidos y su vuelta coincide con los atentados del 11 de septiembre. Mike deambula por una Nueva York espectral, sitiada por el pánico, mientras busca a su hermano. Quizás este giro evidencie el hecho de que McDonell va pudiendo escaparle a la sombra totalitaria de Bret Easton Ellis y los relatos de jóvenes yonquis para esgrimir algo un poco más ambicioso. Por supuesto, los riesgos son muchos. El 11 de septiembre ya ha sido cristalizado en un puñado de clichés muy difíciles de evitar, y el cine parece haberse apropiado del tema con mucha más contundencia que la literatura. Lo interesante ante cristalizaciones temáticas tan fuertes siempre es el enfoque, lo imprevisible de una mirada. En este caso, el extrañamiento de un joven paseándose por una Nueva York modificada por la locura parece ser más productiva que la bajada de línea moral y política en la que han caído algunas superproducciones de Hollywood. Desde luego, la literatura trabaja con otro material, pero se ha insistido en eso de que la prosa de McDonell es “cinematográfica”. Habría que definir los límites de esa aseveración, pero lo cierto es que El tercer hermano incurre en una escritura rápida y directa, tremendamente visual. Tanto Twelve como El tercer hermano muestran, por lo pronto, que McDonell maneja con ductilidad la técnica narrativa, en la tradición norteamericana de la escritura directa. Quizás en novelas futuras se anime a meterse con temas más pesados, y deje en paz a los chicos ricos que toman éxtasis por las ciudades del mundo.
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