Domingo, 21 de septiembre de 2008 | Hoy
Víctor Heredia se animó con buen pulso por los sinuosos terrenos del policial negro.
Por Sergio Kisielewsky
Mera vida
Víctor Heredia
Planeta
239 páginas
Si la impronta paranoica que se le atribuye a la creación del género policial tuviera un solo ejemplo, Mera vida lo cumpliría con creces. Contada a punta de pistola, narrada en el límite de la lengua oral que despliegan algunos habitantes del suburbio, la maravilla de la anécdota deja paso a un círculo de fuego donde dos hermanos tienen todo por perder y por supuesto son derrotados. El jefe del relato es un abogado que llegó a un lodazal y salió enamorado. Clarita le cortó la respiración en la primera escena y ya nada volverá a ser lo mismo. No son frecuentes en nuestra producción del género policial situaciones donde los diálogos se parezcan al tableteo de una ametralladora, una suerte de desenfreno donde sólo faltan De Niro y Al Pacino tiroteándose en plena calle, frente a un banco y ante los gritos de la gente y el deleite del público. Víctor Heredia pone a las palabras como en una utopía del desencuentro: se salen de molde y crean un espacio para registrar de ahora en más en la escritura local.
Decir “el mundo del hampa” es una frase, pero en la novela se escucha el latir de los forajidos de turno, de hombres y mujeres que atraviesan los límites para conjurar el odio y los resentimientos. Las trampas y las emboscadas son una guía de ruta que el narrador ofrece como desahogo para crear una insólita belleza en los pantanos. Por allí desfilan el muñón artificial que porta un personaje para pedir monedas, gente sin trabajo que deambula como fantasmas, reses que gotean sangre y luego se mezclan en el agua. Hombres cerca del precipicio, lenguaje seco, relato sin adjetivaciones. El relato de Heredia gira hacia un punto exacto: hay que sacar a dos hermanos de la cárcel y eso es todo.
Pero lo que además sucede es la belleza, la torpe manera como ocurren los asombros en la vida y en el arte. La película gira como un planeta atragantado de nieve y pólvora: allí está Clarita con su madre Yoli. Miran las telenovelas de la tarde y saben que sus hijos y hermanos serán blancos móviles. Entonces los silencios que marca el narrador irán desempolvando el desenlace en el punto justo. El infierno está al alcance de la mano y sólo falta que los hechos hablen por sí mismos.
Pronto lo tendrá ante sus ojos el lector, y mucho antes Víctor Heredia, como si se hubiera preparado toda la vida para tallar este trance. Y el desenfreno tendrá su tajada de victoria, su hora de celebración y dicha. Como si el narrador defendiera sus propios golpes, enhebrara su punto de vista en el paisaje demoledor de la pobreza. Los contrapuntos son tan verosímiles que solo resta devorar los capítulos, atentos a los dispositivos de escritura y a los giros lingüísticos que agregan un plus expresivo. Si a Víctor Heredia se lo conoce como creador e intérprete de la música popular, el libro viene a rebasar esa imagen y construye una nueva historia que empuja hacia adelante y moviliza los mejores sentimientos.
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