Domingo, 12 de octubre de 2008 | Hoy
El sexo en la antigüedad podía ser de todo menos aburrido. Despojado de culpa y cargo, el viejo sexo no debe ser juzgado con la moral actual.
Por Mariano Dorr
La imagen del sexo en la antigüedad
VV.AA
Tusquets
352 páginas
Después de El erotismo y Las lágrimas de Eros de Bataille y los dos últimos tomos de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault, no es fácil escribir un buen ensayo sobre el sexo en la antigüedad. Catedráticos de historia antigua, profesores titulares de prehistoria, arte antiguo y arqueología clásica, expertos en antropología y filología semítica de distintas universidades españolas (diecisiete especialistas en total) se reúnen en este volumen que abarca “desde el origen del hombre hasta el final del mundo clásico, el momento en que la irrupción del monoteísmo cercena cualquier expresión libre de la sexualidad”, según indica Sebastián Celestino Pérez en el Prólogo. El primero de los trece artículos –desentonando un poco con el resto del libro– anuncia una “visión evolucionista de la sexualidad humana”; allí, Manuel Domínguez Rodrigo intenta explicar por qué los seres humanos sentimos una excitación constante, como si la naturaleza nos aconsejara hacer el amor todos los días. Remontándose a la “prehistoria del sexo”, el autor describe lo que tiene que haber sido “una de las revoluciones sexuales más curiosas del mundo animal”: la mujer, en algún momento, comenzó a ocultarle la ovulación al hombre. La ignorancia respecto de la fertilidad de la hembra hizo que el macho estuviese obligado “a aparearse continuamente para transmitir sus genes. La única manera de que esto se produzca es que las hembras resulten sexualmente atractivas de modo permanente”.
En su artículo sobre la sexualidad en el antiguo Egipto, Josep Padró señala el lugar preeminente del sexo en el mundo de las divinidades egipcias. El dios Atum habría creado el cosmos masturbándose. En otro trabajo, sobre la paideía griega –la educación–, Domingo Plácido (!) se refiere a la “preparación” de los jóvenes en el gimnasio: “la formación física se completaba con la preparación intelectual a través de relaciones pederásticas que ponían a los jóvenes en contacto con los mayores”. Las relaciones pederásticas dejaban de ser legítimas cuando al niño comenzaba a crecerle la barba: con los jóvenes del gimnasio se llevaba a cabo una “consolidación de la ciudadanía”.
Con una edición muy cuidada (se incluyen 93 ilustraciones, muchas en color), el libro se completa con artículos sobre la sexualidad en el mundo ibérico antiguo, la cultura semítica noroccidental, las restricciones sexuales en los cultos mistéricos, la iconografía romana, el caso particular de Pompeya y un último trabajo sobre el coitus a dietro (por atrás). Los autores repiten, a lo largo del volumen, la misma idea: para comprender la sexualidad del mundo antiguo, primero tenemos que desembarazarnos de nuestra moral heredada de la cultura judeocristiana, no deberíamos juzgar a los antiguos con leyes modernas. Nuestros antepasados nos invitan a una vernissage muy especial. Allí se sirve un cocktail de falos, fellatios, prostitución, paidofilia, hermafroditismo, zoofilia, necrofilia. Sólo hay que brindar por Baco y Dionisos... y a beber.
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