Federico Jeanmaire ganó el Premio Emecé con Vida interior, novela donde un hombre en un balcón de Oaxaca se enfrenta a las encrucijadas del amor y el destino. Tono reflexivo y ritmo de policial para un relato sobre la identidad.
› Por Angel Berlanga
Vida interior
Federico Jeanmaire
Emecé
237 páginas
La mayor parte de la historia que cuenta Vida interior, la novela con la que Federico Jeanmaire obtuvo el Premio Emecé, transcurre en Oaxaca, México, esto es, podría ser, para un argentino, el exterior. Resulta que en la habitación 114 de un hotel ubicado frente a la plaza principal de dicha localidad una pareja de tortolitos tiene en suspenso una charla de encrucijada: ¿el futuro? La cosa está difícil, a tal punto que el sitio para la definición es, para los novios, un territorio neutral: ella es finlandesa y él es de un pueblo bonaerense, aunque vive en Capital. Se conocieron en un asado, enseguida se degustaron, meses después jugaron respectivamente de locales y de visitantes y entonces surgieron las dudas del protagonista, “el hombre”, narrado en tercera persona ya desde más acá en el tiempo y en el espacio, desde esta ciudad.
Las correspondencias, los puntos de contacto entre “el hombre de Oaxaca”, “el que escribe en Buenos Aires” y el propio Jeanmaire (Baradero, 1957) son, para el lector familiarizado con sus libros, muy evidentes, aunque esto no implique el dato exacto, cristalizado: es que la ficción asume con más facilidad que la biografía, la plasticidad del lenguaje y, acaso también, lo relativo de “la veracidad de los hechos” al contar.
De este jugueteo Jeanmaire se vale para desplegar, a lo largo de Vida interior, la idea de ser “el otro, el mismo”. El cincuentón que se encajetó, obnubilado, con Finlandia –así es llamada esta treintañera en el libro–; el de Oaxaca, que sigue animal caliente pero piensa que convivir le sería imposible, porque no toleraría intromisiones en su cotidiano individual; el de Buenos Aires, que escribe. Si el amor son ganas que confluyen y/o se complementan, se pregunta, entre otras cosas, ¿cuánto tiempo duran, cuánto aguantan sin interferir con otros deseos, hacia dónde evolucionan, cómo se relaciona esa evolución con el rumbo de las ganas del otro, Finlandia en este caso?
Hay un tercer balanceo, ahí, que viene a sumarse a las duplas en principio extremas e incompatibles entre el otro-el mismo, exterior-interior (Baradero queda en el interior): amor-soledad. Tres duplas, entonces, para hablar de un asunto que es el aire que se respira en la novela: la concepción de la identidad. Hay un componente significativo que no se pone en duda en la figura que esbozan el hombre de Oaxaca, el narrador y, claro, el propio Jeanmaire: los tres son escritores. “La decisión de convertirse en escritor –anota– había estado absolutamente ligada con el placer. Tener cuatro o cinco ideas rondando por la cabeza durante meses, a veces años, que esas cuatro o cinco ideas un buen día se llenaran de personajes, que esos personajes fueran construyendo, de a poco, muy lentamente, una historia, y que, sobre todo, esa historia sólo existiera a partir de una palabra que seguía inmediatamente a continuación de otra, que no necesitara más que eso, más que de palabras para ser, era maravilloso.”
Jeanmaire lo dijo en alguna entrevista: la literatura como identidad, patria, razón para jugarse la ropa. Así, desnudo, pasa buena parte de su tiempo aquel hombre de Oaxaca, en el balcón del cuarto, mientras espera que Finlandia se recupere de una combineta diarrea-vómitos que la lleva y la trae entre el baño y la cama. En pelotas y tomándose una noche una botella de ron, otra una de tequila, otra una de mezcal, repasa su historia de amor y va buscando posición frente a la resolución de la encrucijada. El alcohol y algunos recorridos por la ciudadela de Monte Albán, por la iglesia de Santo Domingo de Guzmán o por una feria le resultan propicios para desplegar una escritura muy reflexiva –uno de los rasgos distintivos de la prosa de Jeanmaire–, en pos de entender y, en ese trance, socavar algunos lugares comunes atrofiados en nombre, justamente, de la preservación de la identidad. Arriesga: en ese despliegue reflexivo por momentos los adjetivos parecen bandearse en exceso hacia la exageración o la ingenuidad. Parece, también, sin embargo, parte de una apuesta de quien reivindica, entre otras cosas, el carácter “pedagógico” de la literatura; la lectura y la escritura como vehículos para aprendizaje y búsqueda de cara al placer y de espaldas a la violencia.
Si la narrativa argentina está plagada, desde su origen, de cuchilleros y crímenes –como la historia de la humanidad–, los textos de Jeanmaire acaso quieran ubicarse en el imaginario platillo opuesto de la balanza. Un quijote pacifista, puede anotarse, encantado con su oficio.
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