Los rituales de la muerte, en la obra de una nueva narradora argentina.
› Por Fernando Bogado
La hija
Gisela Antonuccio
Norma
120 páginas
Partamos de un principio pocas veces confesado: no hay nada más metódico que un entierro. Si se piensa seriamente, cada una de las acciones puestas con relación al momento de aparecer el cadáver hacen quedar al fallecido como un detalle, un catalizador que dispara la cruel gramática de la inhumación. La elección del ataúd correcto, la disyuntiva “pulsional” entre las materias constituyentes de la vida a la cual se regresará en la muerte (¿tierra o ceniza?), todas estas prácticas funcionan como índices de comportamientos sociales o de particulares personalidades. La hija, primera novela de la joven escritora argentina Gisela Antonuccio, retoma el problema del entierro casi antes que el recurrente tema literario de la madre muerta con el fin de hacer una completa reflexión sobre la vida, focalizándose en la perspectiva de la narradora cuya historia personal ha encontrado una molesta y complicada pausa en la vida cotidiana que invita al recuerdo y a la nostalgia, cualquiera sea su forma.
El texto comienza con Margarita transportando junto con los miembros de su familia más cercanos (su esposo, su hermano con mujer e hijos) el cuerpo sin vida de su madre al cementerio de Resistencia, Chaco, desde su hogar en Malabrigo, Santa Fe, en una combi familiar que hace las veces de carroza fúnebre. A partir de aquí, cada capítulo se encargará de retomar las diferentes vicisitudes del fallecimiento, desde el encuentro del cuerpo sin vida en posición fetal hasta la elección del ataúd o el imprescindible detalle del maquillaje mortuorio y la colocación del vestido de bodas.
La autora consigue en su primera novela un estilo medido, exacto, en la línea del Camus de El extranjero o –para volvernos un tanto más locales– el Di Benedetto de Los suicidas: oraciones cortas, con pocos adjetivos, que nos remiten ante todo al lento pero no por eso menos efectivo sucederse de pequeñas tareas que los vivos llevan adelante frente a la presencia inquietante (¿totémica?) del muerto. Lo único objetable, quizás, es la ruptura de este clima opresivo en el último capítulo, desliz que no convierte por eso en menos disfrutable a la ópera prima de Antonuccio, miembro de una generación de nuevos escritores argentinos, algunos de cuyos representantes han aparecido en la antología La joven guardia, de 2005. En tal ejemplar, el lector se encontraba con el cuento “Siesta” de la ya mencionada autora, historia que presenta el mismo argumento –y hasta algunas oraciones similares– amplificado en esta novela corta con diversas situaciones, como la muy lograda descripción de la casa de Margarita invadida por los curiosos vecinos que, antes de despedir a un ser querido o mero conocido, cumplen con la obligación del llanto y la taza de café en la mano. La hija ganó el tercer premio Casa del Escritor con el título Malabrigo en el mismo año en que aparece “Siesta”, pudiendo contemplarse retrospectivamente dos versiones del mismo tema que dan las pistas de su posible génesis.
La hija es una novela breve que bucea –si algo puede decir Margarita de su madre es que era una buena nadadora– en las incómodas profundidades del recuerdo, lugar desde donde se mira con distancia, molestia o ironía las costumbres mortuorias heredadas de una familia o un pueblo entero. La (terrible, inquietante) ventaja con la que corren los muertos es que, de antemano, están exentos de tan molestas obligaciones.
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