Humorista vital, Bernardo Jobson vivió el mundo de las pensiones, las carreras de caballos y otras pasiones porteñas. Se rescata su único libro publicado en la colección dirigida por Abelardo Castillo.
› Por Alejandro Soifer
Nacido en Vera, provincia de Santa Fe en 1928, Bernardo Jobson llegó a publicar solamente El fideo más largo del mundo, libro que acaba de ser reeditado. Muchos escritores de su generación lo recuerdan como un hombre de grandes proporciones, con un gran oído para captar el habla popular, un gran sentido del humor y con una capacidad casi única de hablar cotidianamente al “vesre”. Fiel al mandato silencioso que obliga a los escritores en la Argentina a buscarse algún otro rebusque para vivir, Jobson pasó por diversos oficios. En una entrevista que le hizo el Centro Editor de América Latina en 1982 (y que se incluye como anexo en esta oportuna reedición de su único libro édito) dejó en claro que de la literatura, el autor es difícil que viva: “En nuestro país, de la literatura viven las editoriales, las imprentas, los talleres de fotocomposición, las distribuidoras, las librerías, los kiosqueros, la ley 11.723, el corrector de pruebas, lo cual involucra ya a tanta gente que hasta parece justo que el autor, no. Hice de todo, hago de todo: empleado bancario, de seguros, tío loco, redactor publicitario, periodista, marido incomprendido, fakir, traductor, pensionista en desgracia, pero nunca fui colectivero”.
Fue en oportunidad de la puesta de la obra El otro Judas, de Abelardo Castillo, cuando los dos escritores se conocieron. El encuentro le abrió a Jobson las puertas del grupo literario que conformaba la revista El Escarabajo de Oro. Pronto se hizo habitué de las tertulias que tenían lugar en el Café Tortoni, donde la revista mantenía sus reuniones de redacción. Muchos de sus cuentos tuvieron una primera aparición pública tanto en El Escarabajo... como en El Ornitorrinco, revista que le continuó los pasos.
Según su propio relato, Jobson empezó a escribir luego de su experiencia en el servicio militar. De ese tiempo son sus primeros cuentos (Memorias de un soldado raso, libro hoy considerado perdido). Lo mismo sucedió con otro de sus libros: Veinticinco Watts, cuentos que abordaban la vida en pensiones. Sin embargo muchos de sus cuentos se conservan en viejas ediciones de revistas literarias y allegados al autor conservan el guión de una de sus obras de teatro inéditas (El carnet de Dios) y una recopilación de notas humorísticas (Diccionario enciclopédico argentino).
El humor de Jobson es sutil y al mismo tiempo, por los relatos de sus amigos y allegados, debió estar emparentado casi de modo indivisible con la propia figura humana del escritor: el bohemio altísimo y nómade, burrero hasta la enfermedad que era capaz de gastarse sus ingresos mensuales en un solo caballo. Y perder, por supuesto.
Un poco de eso se tratan sus cuentos: tomarse las pérdidas con cierto humor y desparpajo, cierta filosofía.
El fideo más largo del mundo es, al mismo tiempo, un gran libro humorístico y melancólico, porteño como el tango. La música ciudadana tiene una presencia tanto en los temas (Vanitas Vanitatis lo tiene como protagonista a Aníbal Troilo enfrentando a una de sus mujeres y su amante) como en el lenguaje que imprime tristeza y al mismo tiempo les da una vuelta de tuerca irónica a sus tramas.
Quizás uno de los relatos más lúcidos del libro es Te recuerdo como eras en el último otoño, donde un empleado gris se plantea la forma más apropiada de lidiar con un grano ubicado en el lugar menos apropiado posible. Las peripecias que despierta la situación van acumulándose hasta concluir en un episodio que llama a la risa posterior al desastre; la escritura aparece como catarsis y en vez del lamento surge el paso de comedia. El cuento se cuela como un respiro; la escritura de Jobson es ese respiro puro entre otros cuentos y tópicos que abarcan la vida en pensiones, las carreras de caballos, el servicio militar en momentos del golpe del 1955, el mundo del box y también el antisemitismo.
Su literatura lleva en el manejo de las palabras un fino trabajo, un largo aliento que llena los casilleros que lo convierten en una literatura estable y sólida, pero al mismo tiempo se permite fugas escatológicas, irónicas o de reproducción de sabiduría de la calle que tiñen sus relatos de humor, melancolía o ternura, según sea el caso.
Esa versatilidad le permitía ser al mismo tiempo trágico y divertido. Una inestabilidad que puede hacer pasar de la seriedad y el frío recorriendo al lector en algunos de sus cuentos más terribles a la carcajada de un relato escrito con un manejo de los tiempos narrativos y del lenguaje excepcionales.
Murió de forma triste y solitaria, en una pensión, en 1986. Aun así, sus cuentos llaman a recordarlo con una sonrisa a medio dibujar en la comisura de los labios.
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