La biografía de Salvador Novo se integra en un singular volumen donde Carlos Monsiváis recorre la vida del poeta y sus sonetos y reconstruye una historia de la homosexualidad en México.
› Por Claudio Zeiger
La estatua de sal
Salvador Novo
Fondo de Cultura Económica
204 páginas
Es éste, por varios motivos, un libro singular. Singular es su material y singular es el autor que lo escribió, y singular fue el derrotero del material, entre clandestino y póstumo. Y además es singular porque trae un extenso prólogo de Carlos Monsiváis que casi supera en interés al texto principal.
La estatua de sal son las memorias inconclusas e inéditas del poeta mexicano Salvador Novo, uno de los más altos exponentes de la vanguardia de su país y de cierto exotismo camp que se daba de bruces con el nacionalismo revolucionario y con la cultura de izquierda musculosa y muralista. Comenzó a escribirlas cuando contaba 40 años (en la década del cuarenta) y llegó a registrar su infancia y su adolescencia signadas por la revolución mexicana, y la vida de joven estudiante que ingresa al ambiente gay en la ciudad de México de los años ‘20. “Desde muy joven, su prestigio y su desprestigio son intercambiables, y los mantiene al costo que sea”, escribe Monsiváis sobre Novo. “En un medio delimitado por el prestigio, ¿cómo se sobrevive al conjunto de desafíos: el amaneramiento, el maquillaje no tan ocasional, la voz dulcísima, las cejas depiladas, la ropa que le ahorra declarar sus pretensiones de modernidad y, más tarde, los anillos colosales y la variedad de pelucas como trofeos de la guerra contra el choteo?” Novo pertenecía al grupo de escritores agrupados en la revista Contemporáneos (entre los que sobresalía junto a su íntimo amigo Xavier Villaurrutia y Gilberto Owen), identificados con el purismo estético y la torre de Marfil, bastante ajenos por cierto a los cambios político-sociales y sobre todo al compromiso militante en la poesía. Sin embargo, La estatua de sal refiere la ambigüedad hacia el pueblo: el rechazo a la burocracia revolucionaria no quita los gustos populares a la hora del sexo furtivo. Era fama la preferencia de Novo por los choferes del pujante transporte público, quienes, cual íconos futuristas al volante, metaforizaban la fuerza arrolladora y dinámica de la juventud pujante.
El prólogo de Carlos Monsiváis (“El mundo soslayado”) va mucho más allá de la obra de Novo y la figura singular del poeta de las cejas depiladas: lo pone en perspectiva histórico-cultural hasta otorgarnos un material absolutamente novedoso para lectores argentinos: una breve historia de la homosexualidad en México. Con sus sujetos anónimos, sus historias portentosas y grotescas, sus crímenes por odio, sus locas tremendas, sus escándalos de política y alcoba. Todas las tretas para moverse en un territorio harto difícil parecen concluir finalmente en la perspectiva adoptada por Novo en La estatua de sal:
“En La estatua de sal un tema básico es el ingreso al ghetto homosexual, el entrar al Ambiente. Como en ningún otro texto de Novo, su gran talento descriptivo se solaza en el ingreso a los preámbulos de una comunidad. En trazos rápidos, se les infunde densidad literaria a personas de suyo notables, estereotipos que son arquetipos. Ante Novo, y gracias al método de las ‘concesiones sexuales’ del personaje, el ghetto va entregando sus secretos, sus manías preciosistas, su agudeza para el apodo (ese sobrenombre cruel que el tiempo hace entrañable), su infinita red de grupos y amistades, su solidaridad interna devastada por la lógica de una minoría sin orgullos que se cree la causa y no el objeto de las persecuciones”.
Es evidente que dar cuenta de su vida singularizada por la homosexualidad y el refinamiento estético era el objetivo de Novo al escribir clandestinamente las páginas de La estatua de sal. Da la impresión de que al correr de la pluma se fue atenuando la gana o la intención, algo que va tiñendo al texto de cierta languidez descriptiva, al borde de la venganza contra el mundo pero sin llegar a concretarla. Pero el valor testimonial sobre el mundo soslayado es insoslayable, y por eso se pliegan como piezas perfectas de una máquina narrativa el prólogo de Monsiváis y la biografía de Novo.
Texto singular, libro singular y un artista en definitiva único. Proust y Wilde en tierra caliente, mojando tal vez el tamal en la cerveza para empezar a recordar. Y cuando el ejercicio de memoria se interrumpe, se puede volver al comienzo del volumen y reconstruir la verdadera historia de un país donde depilarse las cejas ha sido siempre tarea harto difícil.
Si yo tuviera tiempo, escribiría
mis memorias en libros minuciosos;
retratos de políticos famosos,
gente encumbrada, sabia y de valía.
¡Un Proust que vive en México! Y haría
por sus hojas pasar los deliciosos
y prohibidos idilios silenciosos
de un chofer, de un ladrón, de un policía.
Pero no puede ser; porque juiciosa
mente pasa la doble vida mía
en su sitio poniendo cada cosa.
Que los sabios disponen de mi día,
y me aguarda en la noche clamorosa
la renovada sed de un policía.
Nos volvemos a ver: Año tras año
soñé con encontrarte en mi camino.
¡Sol de mis ojos, luz de mi destino!
¿No quisieras, mi bien, tomar un baño?
Nos encontramos uno al otro extraño:
Gordo tú, flaco yo –¡mundo mezquino!
y me complace ver –¡oh, desatino!
que hay cosas que no cambian de tamaño.
Te quiero como antaño te quería:
con pasión, con dolor, con amargura,
cual si este siglo hubiese sido un día.
Quiero corresponder a tu ternura:
levanta tu barriga, vida mía,
que me voy a quitar la dentadura.
(Estos poemas forman parte del Apéndice de La estatua de sal, del FCE)
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