Domingo, 11 de enero de 2009 | Hoy
Crítico riguroso, erudito y políglota, el profesor George Steiner ha escrito un libro imposible: Los libros que nunca he escrito, luminosos ensayos donde finalmente logra hablar de aquellos proyectos que se han quedado en el camino. He aquí un difícil intento de reseñar el libro de alguien extremadamente ácido con las reseñas y el periodismo literario.
Por Patricio Lennard
Los libros que nunca he escrito
George Steiner
Fondo de Cultura Económica
237 páginas
Nadie como George Steiner ha expuesto de manera más descarnada las miserias de quienes se dedican a escribir comentarios sobre libros. Nadie como él ha acentuado el destino de envoltorio de alguna pieza de vajilla comprada en un bazar de la mayor parte del periodismo literario y las reseñas. Distantes años luz el mejor discurso crítico del poema o la ficción imperecederos, el comentador –prisionero de lo secundario– no sólo escribe sobre quienes jamás escribirán sobre él sino que contribuye al murmullo generalizado de los juicios estéticos. “Quiero media docena de huevos envueltos con la reseña del último libro de Steiner”, dice una mujer al verdulero que en el sueño es una condensación de estereotipos. Y ahí nomás dan ganas de agarrar el silicio y apretarlo bien fuerte y dejar de escribir y pedir disculpas por el hueco aunque eso no se pueda. No se puede porque hay que cumplir con el suplemento y con el lector que espera leer una reseña sobre Los libros que nunca he escrito, el último libro de Steiner. Más allá de que esta reseña también se resista a ser escrita al igual que los libros sobre los que Steiner escribe porque precisamente no ha podido escribirlos.
Pero aquí estamos. Hay que seguir, como dijera Beckett. No es viable llenar este espacio con el facilismo con que Humbert escribe en la novela de Nabokov unas ocho veces Lolita para terminar diciendo: “Repítelo hasta llenar la página, tipógrafo”. Hay que hablar del libro de Steiner. Aunque sus diatribas y reparos sobre la tarea crítica y el periodismo nos saquen las ganas. Aunque sus diatribas y reparos sobre la tarea crítica y el periodismo supongan un reto. Porque si Steiner es uno de los críticos menos condescendientes, uno de los menos dados a la autocomplacencia (más allá de lo remilgado e incorregiblemente erudito que puede parecernos muchas veces), es porque en el fondo asume como propia la frustración que para muchos separa al crítico del artista. Y eso se ve, sobre todo, en cómo sus libros de ficción (El año del señor, El traslado de A. H. a San Cristóbal, entre otros) no son para él sino novelas de ideas tercamente intelectuales: algo que las alejaría del inocente misterio, del insondable misterio de la creación estética. De ahí que este ensayista, profesor universitario y políglota –que tiene el francés, el inglés y el alemán como lenguas natales indistintamente–, nacido en París en 1929 en el seno de una familia de judíos vieneses, y educado en Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos, bregue tanto por desbrozar la subsidiaria espesura de la crítica y afrontar “la exigente inmediatez del encuentro personal con la obra de arte”. Allí es donde su reputación de elitista y sus ademanes aristocratizantes (“¿Puede la democracia cultivar la excelencia?”, se preguntaba en una entrevista que le hizo Graciela Speranza) se tocan con su “pasión casi vergonzosa por la enseñanza”. Una pasión de la que Steiner habla en uno de los ensayos de Los libros que nunca he escrito, titulado “Cuestiones educativas”, en donde además de exponer su intimidante currículum (baste citar su paso por Cambridge, Stanford, Princeton y Harvard, y la anécdota en la que Umberto Eco lo vindica como “tal vez el único estudioso itinerante que da conferencias, enseña y publica en cuatro lenguas”), no le tiembla el pulso al afirmar: “‘Elite’ significa algo muy sencillo: quiere decir que unas cosas son mejores que otras”.
¿Pero qué son estos libros que Steiner nunca ha escrito? Proyectos que quedaron truncos. Ideas que no pudieron cuajar en formato mayor y que terminaron condensadas en luminosos ensayos. Ya se trate del rescate borgeano de la obra de Joseph Needham, un sinólogo que durante casi setenta años se abocó a la confección de un monumental estudio titulado Science and Civilisation in China, el cual al momento de su muerte, en 1995, contaba con treinta volúmenes y quedó majestuosamente inconcluso (Chinoiserie), o de la fenomenología de la envidia que elabora a partir del caso de Cecco d’Ascoli, un escritor y astrólogo que murió perseguido por la Santa Inquisición en 1327 y que tuvo la mala fortuna de ser contemporáneo del Dante, lo que se deja ver es la destreza con la que Steiner sopesa su exhibicionismo cultural con un estilo que, lejos de pensarse ornamental, hace de la claridad su insignia. Lo mismo puede decirse del sesudo artículo en que pone blanco sobre negro gran parte de las ideas que a lo largo de su obra elaboró sobre la cuestión judía, el antisemitismo, la Shoá y el Estado de Israel (Sión), y del ensayo titulado Del hombre y de la bestia, donde analiza, entre otras cuestiones, el tabú cultural que pesa sobre la zoofilia.
Si bien en casi todos estos textos hay una veta autobiográfica que hace de este libro una suerte de prolongación de Errata, la autobiografía que Steiner publicó en 1997, donde eso se ve con más claridad es en Los idiomas de Eros, un osado tratado en donde el autor expone las bases de una curiosa teoría sobre cómo es hacer el amor en diferentes lenguas. Así, desmintiendo el cliché que postula que el amor es un lenguaje universal, Steiner se vale de su “privilegio de expresar y hacer el amor en cuatro idiomas” para hablarnos de esas sutiles (cuando no escabrosas) diferencias a partir de experiencias personales. Y es en el relato de sus encamadas con una mujer vienesa, en cuyo rebuscado argot amatorio “‘tomar el tranvía de Grizing’ significaba un suave y un tanto respetuoso acceso anal”, o con una alemana que mientras se desvestía solía tararear –presumimos que sin haber leído a Freud– una canción infantil en la que un carnicero persigue, munido de un cuchillo, a unos pilluelos que le han robado unas salchichas, donde este libro llega a ser desopilante. Algo a lo que Steiner no nos tiene acostumbrados, tan cejudamente serio como es, exponente de una raza de hombres sabios en peligro de extinción (y terminemos de una vez esta reseña).
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