Domingo, 22 de marzo de 2009 | Hoy
A diferencia de sus últimos libros, en Guardia Blanca –compuesto por una novela corta y un cuento largo enlazados– Andrés Rivera conecta más la literatura con la historia y la política contemporáneas. Y a partir de esas referencias del presente, empieza el viaje hacia las profundidades del siglo XX.
Por Angel Berlanga
Guardia Blanca
Andrés Rivera
Seix Barral
157 páginas
De qué forma la realidad de estos días alimenta su trabajo de ficción?” Andrés Rivera oyó esa pregunta en diciembre de 2002, a un año del estallido. “No alimenta ningún trabajo de ficción –respondió, el tono exasperado, tajante, que, a veces, usa–. Tomando una expresión de Hemingway, intento ser un escritor honesto: no escribo sobre las vísperas. La mayoría de los que escribieron acerca del incendio del cual fueron testigos o protagonistas dos horas antes pasaron al olvido. Yo también voy a pasar al olvido, pero por lo menos escribo con cierta distancia de los hechos.” En Guardia blanca esa dimensión, el casi presente, ocupa –y en varios casos con nombre, apellido y situación concreta– una porción nada desdeñable; no hay indicios, sin embargo, de que eso haya incidido en una pérdida o disminución de honestidad. En contrapartida, la inclusión de lo contemporáneo en combinación con la serie de sucesos y escenarios de diversa data e implicancia histórica que se narran robustece, a partir de una fragmentación por momentos pictórica, por momentos cinematográfica, literatura; robustece, entonces, el continuum temático de su obra: la explotación y el sometimiento y, como formas de eso, el dinero y el trabajo, el sexo y el crimen, la política.
Guardia blanca contiene dos textos: abre Despeñaderos, una novela corta, y cierra Guardia blanca, un cuento largo. La primera está protagonizada por Pablo Fontán, un alter ego que mira, espera, lee, recuerda y se encuentra con algún amigo en su departamento de un piso 12 del barrio de Belgrano en la ciudad de Buenos Aires, “cuyo jefe es un fascista de cuello blanco”. Escribe Rivera sobre Fontán: “Es un anciano. Y está solo. Y esa convicción y ese hecho no dibujan una figura patética en el viejo”. Desde su ventana ve el Río de la Plata y eso puede remitirlo a los desaparecidos y también a la evocación de sus viajes mensuales, en los 50, a Montevideo, para encontrarse con Jorge Onetti –hijo de Juan Carlos, también escritor–; de él recuerda que tomaban juntos ron, que hablaban poco, que tuvo que exiliarse cuando los militares tomaron el poder en Uruguay y que murió, años más tarde, en España. En cada lectura, en cada evocación, Rivera entrelaza lo personal con lo histórico y, a partir de las percepciones actuales de Fontán, con el presente: cuando ve en la televisión a Marlene Dietrich en El ángel azul (“bella y cínica la cara pequeña”) apunta que desafió a Hitler y se pregunta: “¿Dónde estás ahora, Marlene?”; cuando rememora una visita a Praga y a una guía que decía que “no hay judío que, en el fondo de su alma piojosa, no sea un bolchevique”, deriva en la biografía que Antony Beevor escribió sobre Vasili Grossman, “uno de los mejores corresponsales de guerra de la URSS”. O cuando se encuentra con su amigo José Luis Rauch y remonta su historia familiar, la del militar prusiano que llegado a estas pampas en 1819 liquidó, por encargo de “los estancieros bonaerenses”, a centenares de ranqueles; de este lado del tiempo, a su vez, Rauch le cuenta a Fontán del antiguo compañero de colegio que en la adolescencia evocaba a su padre o abuelo nazi que se refugió en un pueblo de Córdoba; aquel muchacho es hoy un ingeniero agrónomo que explota, en sus campos, a doscientos bolivianos. El pueblo se llama Despeñaderos. Anda bien, ahí, la soja.
La actualidad: Fontán mira en su televisor, lee en los diarios, sobre los asesinatos de María Marta García Belsunce, Nora Dalmasso, Rosana Galliano, y los relaciona con la cultura de los countries, con los cajoneos del poder en Córdoba, con el dinero que sobrevuela los crímenes. “Los ricos son diferentes, sí –anota Rivera–. Pero se aburren. Y, entonces, matan.” “Emoción, la de matar –sigue–, que se proporcionaron los miembros de las SS y de la Gestapo, los marinos y fusiladores de Trelew. Emoción que viven, hoy, los policías del mundo, no importa el uniforme que carguen, no importa la religión que dicen profesar.”
Hay unos matices en este libro de Rivera que algo atenúa el desasosiego inapelable que tonificó sus últimas novelas: las alusiones al disfrute del whisky, a un sillón regalado a Fontán por su hijo, al placer de charlas que se viven o se recuerdan. Se insiste: un poco. Imposible no leer, entrelíneas, la carga autobiográfica; detrás de Natalia Duval, cuya historia narra aquí, se entrevé a Susana Fiorito, su compañera de años: cuenta Rivera, en Despeñaderos, de su trabajo al frente de la Biblioteca de Bella Vista, en Córdoba. Fontán le cuestiona a Duval el origen de la fortuna familiar y la efectividad del trabajo con los chicos de la zona. “¿Una biblioteca, en un barrio de la ciudad de Córdoba, equivale a La Comuna de París?”, escribe Rivera. Esa mujer de 80 años, dice, es también “una respuesta a los que presumen tener respuestas a las preguntas más áridas y desventuradas que puedan concebir los que dicen que así se cocina la Historia”.
Guardia Blanca entrelaza dos historias: la de Galimba, un frío “asesino ideológico” que por estos días hace su trabajo para allegados a los gobiernos de Córdoba y Buenos Aires, y la de Emilio Jáuregui Pinedo, un militante de Vanguardia Comunista que fue secretario del Sindicato de Prensa, que fue despedido de La Nación y que fue asesinado en 1969, cuando la dictadura de Onganía, por la Policía Federal. Saltos, otra vez, en el tiempo: hacia atrás, Rivera cuenta de un antepasado Jáuregui, el general Pinedo, que obedecía a Rosas; hacia la actualidad, filtra los aumentos de sueldo autoconcedidos por Solá, Macri, Michetti.
“Temblores en las Bolsas del mundo. En USA, venta masiva de acciones. ¿Se resquebraja el mundo capitalista?”, escribe Rivera. El panorama ya fue asemejado demasiadas veces con el crac del 29: se sabe lo que sobrevino. Parece oportuno recordar el rol de la Guardia Blanca en la Semana Trágica, sus continuidades de oficio en este libro. Y, también, en estos días de crescendo de tironeos campestres, lo que dice el diccionario sobre la palabra Despeñadero: “Que es a propósito para despeñar o despeñarse”; “Precipicio o sitio alto, escarpado, desde donde es fácil despeñarse”; “Riesgo o peligro a que alguien se expone”.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.