Domingo, 22 de marzo de 2009 | Hoy
DEBATES
Mientras las industrias culturales (hoy se empieza a hablar de industrias “creativas”) se diversifican a zonas como el software y el diseño, el libro en papel sigue gozando de buena salud, insospechada tal vez para los apocalípticos. Pero a pesar de los altos niveles de importación y exportación, las literaturas regionales siguen extremadamente desconectadas. Luces y sombras del panorama actual del libro en América latina.
Por Gabriel D. Lerman
Desde los años cuarenta, en que fue prohijado por Adorno y Horkheimer el concepto de “industria cultural”, la cultura no sólo radicalizó sus procesos de reproducción técnica, sino que además resulta difícil despegar el intercambio de bienes y servicios de alguna dimensión de intercambio simbólico y cultural. En un combate por el nombre que casi siempre va detrás de fenómenos poderosos previamente expandidos, últimamente se habla de “industrias creativas”. No obstante, una convención aceptada es que las industrias culturales reclaman para sí la segmentación de un sector específico de la economía productiva: aquel cuyos bienes y servicios característicos están ligados al mundo editorial, al fonográfico y al audiovisual. El crecimiento capilar de áreas como el diseño y el software permiten a muchos tironear de las industrias culturales al señalar el cruce transversal evidente en la forma en que el capitalismo tardío todo lo deglute o resignifica. No es que esté mal ubicar estas prácticas dentro de las industrias culturales: lo necesario es identificar contenidos, correr el velo de la nada inocente producción cultural. Se consumen objetos que aparecen revestidos de imágenes y señales evocativas, míticas, aparentemente ahistóricas. Del otro lado, los medios de comunicación y sus empresas suelen ser autonomizados de la cultura como si no fueran las plataformas centrales donde se hacen y por donde circulan los productos de la cultura.
Las industrias culturales, entonces, presentan una condición doble: la que las liga al proceso productivo como un sector más de la economía, y la que por otro lado las vincula a la incesante producción de símbolos, transmisión de saberes y construcción de identidades. Asunto delicado que surge en el ojo de la tormenta. Según estimaciones publicadas por el SInCA (Sistema de Información Cultural de la Argentina), la cultura argentina constituye un 3% del PBI nacional, cifra que supera, por ejemplo, al sector de la minería. Más 9100 millones de pesos producidos y más 200 mil puestos de trabajo generados componen un sector diverso, heterogéneo, que sin embargo se caracteriza por una alta concentración económica y geográfica, que reproduce el más feroz centralismo porteño.
La industria editorial ha sido por décadas uno de los puntales de la cultura argentina, punto de referencia para toda América latina y el mundo hispanoparlante. Hacia mediados de la década del setenta, el país producía unos 50 millones de ejemplares al año, cifra que diez años más tarde había caído a 17. En 1996 se produjeron 42 millones de libros, en el 2000 se llegó a 74 millones y en el 2002, tras la crisis, la producción cayó a la mitad. A partir de la devaluación, Argentina recuperó condiciones favorables e inició una franca recuperación: de 38 millones de libros en 2003 se pasó a 56 en 2004. En 2007, la industria editorial argentina tuvo el record histórico de 93 millones de ejemplares impresos.
De lo anterior no se desprende ni el tipo de libros que se produce ni quiénes dominan el mercado, ni tampoco las dificultades existentes para los actores más vulnerables del sector tanto en el acceso a los insumos, básicamente el papel, como en las formas de distribución. Sin embargo, vale decir que, a diferencia de otros bienes característicos de la cultura, el problema no es tanto la creación, el costo y el proceso de edición de un libro sino qué se hace luego con él, dónde se ofrece, quiénes y cuántos lo compran. Una película sin el Estado es difícil de realizar, aunque han surgido formas alternativas. Un libro, en cambio, puede editarse sin el Estado. Sin embargo, la intervención estatal es imprescindible para la promoción de la lectura, el otorgamiento de fondos para traducciones, el apoyo a libreros de localidades pequeñas e intermedias, a editores pymes para que exporten y accedan a ferias internacionales, para la edición de revistas culturales, de primeros y segundos libros de autor, de reediciones de catálogo. Y, sobre todo, para impulsar el libro en el interior. Cerca del 75% de las editoriales se encuentra emplazado en la región metropolitana, mientras que el resto se ubica en los principales centros urbanos. Si bien esto responde a la concentración de la población, hay provincias que sólo poseen una o dos editoriales que apenas sobreviven con ayuda oficial.
La cantidad de libros que el mercado argentino produce y, desde la devualuación, en gran parte exporta, no puede ocultar el carácter concentrado del sector. Tres de cada cuatro libros les corresponden a las grandes editoriales. El proceso de extranjerización a escala global pudo traer, según se argumentó en su momento, un lado bueno: la posibilidad de generar un intercambio entre literaturas y perfiles culturales de los países de habla hispana. Sin embargo, salvo por iniciativa de grupos específicos de narradores o por compilaciones bastante esporádicas, los catálogos de las propias filiales se desconocen entre sí. Cada tanto llega una novela o un ensayo de Lima, La Paz, México, Bogotá o Caracas.
Argentina y Colombia lideran el comercio exterior de libros en América del Sur. Según la publicación Nosotros y los otros, del Mercosur Cultural, un 77% de los libros exportados por la región sudamericana quedan en el continente. Esto muestra una baja capacidad de penetración en mercados internacionales más vigorosos, incluso España, que adquiere sólo el 1,6% del total exportado. Por el contrario, si se miden las importaciones se comprueba que sólo el 41% proviene de los mismos países, mientras que las compras a España trepan al 29%.
A contramano de los agoreros del libro en papel, hoy se edita más que hace cuarenta años. Sin embargo, los procesos de producción y el tipo de catálogos han cambiado. Se han reducido las tiradas de literatura: hay más libros de autor aunque menos ejemplares de cada uno en plaza. Al mismo tiempo, se han diversificado los libros de texto escolares y la literatura infantil. La cantidad, aquí, no expresa necesariamente un mejoramiento del producto editorial aunque sí su poderío económico. Por otra parte, comienzan a utilizarse formas de impresión remota o por encargo, donde el libro se hace a pedido, y si el pedido proviene de otra ciudad, se imprime allí. El libro electrónico prolonga su período de prueba, pero es inminente su ingreso al mercado, aunque está por verse la apropiación de los lectores. Que haya muchos libros no es garantía de nada, todo placer e información podría satisfacerse con unos pocos títulos a contar con los dedos de una mano. Incluso la oferta de libros puede ser una excusa para que las cadenas comerciales de los shoppings vendan otro tipo de productos en la góndola de al lado. Por suerte, proliferan las ferias de usados y las librerías de viejo, muchas bibliotecas aún persisten en prestar libros a cambio de un carnet o del DNI. Y muchos amigos los ofrecen de sus bibliotecas con sólo pedírselos.
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