El poder del perro es una novela monumental que retrata el infierno de carteles, mafia, venganza, muerte, drogas y DEA que se vive en la frontera mexicana y que le ha valido a su autor la bendición de James Ellroy. Delitos a largo plazo es una novela de gangsters ambientada en la Londres de los ’60 y que convirtió a su autor en una de las personalidades del mundo gay inglés. Ambas son las elegidas para lanzar Roja & Negra, la colección de Random House de policiales contemporáneos que dirige Rodrigo Fresán. A continuación, él mismo presenta ambos libros.
› Por Rodrigo Fresán
De todos los posibles subgéneros de la literatura, uno de los más intensos e interesantes es, sin duda, la novela mexicana escrita por extranjeros.
México posiblemente sea el país más y mejor visitado por los escritores de afuera. Y las razones para que esto sea así son tan obvias como misteriosas: por un lado, México limita con Estados Unidos y funciona como frontera mágica donde todo cambia en tan pocos metros.
México como el perfecto punto de fuga o puerta de entrada para personajes que necesitan encontrarse pero, antes, inevitablemente, perderse. Y no olvidar nunca esa sórdida y casi última fotografía de Francis Scott Fitzgerald vestido de charro turístico en Tijuana o a Terry Lennox cambiando de rostro y de nombre allá abajo al final de El largo adiós de Raymond Chandler.
En este sentido, México ofrece todo lo necesario para el drama y la tragedia y, también, la comedia enloquecida. Y por allí, cruzando esa frontera que es geográfica pero también existencial y mística, pasaron o se quedaron para siempre –por citar apenas unos pocos– los antihéroes de La serpiente emplumada de D. H. Lawrence, Serenata de James M. Cain, El poder y la gloria de Graham Greene, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, Children of Light de Robert Stone, La última oportunidad de Richard Ford, Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy, Atticus de Ron Hansen, Lejos de Veracruz de Enrique Vila-Matas y Los detectives salvajes de Roberto Bolaño; sin por eso olvidar la sombra perdida de Ambrose Bierce y los innumerables perseguidores de la epifanía beatnik ayudados por cantidades importantes de mezcal y peyote mientras se canta a los gritos “La bamba” o “La cucaracha”.
Bienvenidos a México como patria espiritual de los fugitivos y encandilador agujero negro con picante perfume noir en el que, por lo general, los personajes caen para matar, enloquecer, iluminarse o morir o –como ocurre en El poder del perro, de Don Winslow– hacer todas esas cosas (y muchas más) al mismo tiempo y no necesariamente en ese orden.
Y una percepción ajustada pero a la vez injusta definiría a El poder del perro como una versión narco-mex de El padrino de Mario Puzo.
Ya saben: la saga que abarca varias generaciones –entre los años 1975 y 2004– de una familia indestructible que, por esas cosas de la vida, se dedica a destruir personas y a fabricar muertos.
Pero El poder del perro no es nada más que eso.
El poder del perro es –sin dudas– el magnum opus de Don Winslow y, también, una impactante y documentadísima enciclopedia del comercio de drogas al sur y al norte del río Grande.
Digámoslo así: he aquí la Gran Novela Americana del Narcotráfico.
Este libro publicado en el 2005 fue el noveno que firmó Winslow luego de la serie protagonizada por Neal Carey y de varias eficaces novelas que lo acercaban a la picaresca delictiva de Elmore Leonard, entre las que destacan The Winter of Frankie Machine (2006, próxima a ser llevada al cine con Robert De Niro); oscureciendo un tanto su tono con The Death and Life of Bobby Z (1998) y California Fire & Life (1999) y The Dawn Patrol (2008), donde se ofrecen postales del ambiente surf-drogadicto de South California.
Todo bien. Muy divertido. Tramas bien aceitadas y sorpresas.
El poder del perro –insisto– es otra cosa.
El poder del perro es algo grande y rabioso.
Una enferma exhibición de atrocidades curada con la misma metodología de roman à clef y de historia alternativa que patentó el inmenso James Ellroy (admirador confeso de El poder del perro) para su Cuarteto de Los Angeles y su hasta ahora díptico compuesto por América y Seis de los grandes. Ellroy la compara en intensidad y logros a la ya clásica Dog Soldiers de Robert Stone, publicada en 1974, donde la mercancía llegaba desde Saigón. De acuerdo. Pero el lienzo en el que pinta Winslow es, seguro, más amplio y ambicioso.
Winslow –nacido en Nueva York en 1953 y quien alguna vez trabajó como actor, encargado de sala de cine, guía de safari y detective privado– demoró más de seis años en documentarse y escribir El poder del perro. Y esta dedicación se nota en todas y cada una de sus líneas y rayas, para acabar ofreciéndonos cómo se trazó el mapa de la ruta Colombia/Honduras/Méxi-co/EE.UU. para transportar la droga desde las plantaciones del Tercer Mundo hasta las narices y brazos del Imperio.
Y por último pero no en último lugar, El poder del perro es, sin por eso renunciar por un segundo a la velocidad del más vertiginoso de los entretenimientos, ya desde sus bestiales y casi alucinatorias primeras páginas, un profundo tratado sobre la moralidad y la ética y lo que ocurre cuando éstas desaparecen para dar lugar a una batalla con demasiados frentes abiertos y donde, por lo tanto, no cabe siquiera la posibilidad de una retirada en busca de la retaguardia.
Así, El poder del perro es un thriller sanguíneo y sangriento y sanguinario –advertencia: algunas de sus escenas de torturas harían palidecer hasta al más curtido Sam Peckinpah– con aceitada mecánica de tragedia shakespeareana, donde todos aúllan y también usan los dientes, y donde un hombre solo –como aquel perturbado y perturbador príncipe dinamarqués– comprende que hay algo que huele a podrido en México y sus cercanos y distantes alrededores, que –no importa que incluyan hasta al Hong Kong de los traficantes de armas– nunca están lejos.
El crimen, se sabe, acerca a las personas.
El centro moral de El poder del perro –su héroe a pesar suyo– es el medio mexicano y el desilusionado veterano de Vietnam y honesto agente de la DEA Art Keller.
Un hombre que, a lo largo de 29 años, se relaciona –gracias a una juvenil y deportiva amistad con los hermanos Barrera y su patriarcal padre– con los clanes y carteles que componen y se reparten el negocio de la droga en México y su tráfico hacia los Estados Unidos, con la mafia encargada de su distribución y con la corrupta oficialidad norteamericana encargada de “combatir” el asunto sin por eso privarse de recibir grandes beneficios.
Y no es casual que Keller en algún momento sea definido como “un cowboy” porque, antes que nada y después de todo, El poder del perro no deja de ser un western. O –para ser más puntual y cardinalmente precisos– un southern. Una sucesión de duelos cada vez más concéntricamente cerrados hasta alcanzar ese núcleo y clímax del enfrentamiento final y definitivo luego de que Keller comprenda que todo ha llegado a su fin para no terminar nunca y que la DEA no es una entidad justiciera sino, apenas, un organismo regulador y administrativo. Y está claro que la historia empieza aquí pero no termina ni tiene final a la vista. Alcanza con leer los titulares de ayer y de hoy y de mañana: cabezas cortadas sobre el suelo de una discoteca, juglares privados cosidos a balazos por un rival al que no le gustan sus canciones, fusilamientos masivos, sicarios que se confiesan todos los domingos besando la cruz y las procesiones de alijos por paisajes donde las catedrales de la codicia tienen cimientos de pirámides sacrificantes.
De este modo y con estos modales –ya se dijo– El poder del perro divierte (ladra) sin privarse de denunciar (muerde) y bienvenidos al incesante desfile de transparentes máscaras apenas escondiendo al “Señor de los Cielos” Amado Carrillo Fuentes, a Ernesto “Don Neto” Fonseca, a los temidos hermanos Arellano, al cardenal Posadas, al gangster de Hell’s Kitchen Mickey Fetherstone, al agente encubierto y torturado Enrique “Kiki” Camarena, al Don mafioso Paul Castellano, al candidato a la presidencia Luis Donaldo Colosio y al coronel Oliver North entre muchos otros.
Un crítico norteamericano escribió que “si el 10% de El poder del perro fuera verdad sería algo horripilante. Que el 90% pueda ser cierto resulta casi insoportable”.
A lo que Winslow respondió: “Hay personajes ficticios y en más de una ocasión he mezclado y fundido acontecimientos; pero hay muy poco en el libro que no haya realmente sucedido. Eso es lo que da miedo. Mi editor se la pasaba diciéndome ‘Don, esto es demasiado’ y yo le respondía: ‘De acuerdo, yo pienso lo mismo. Pero es verdad’. De ahí que la escritura del libro no haya sido, en más de un momento, un trabajo agradable”.
Winslow –quien viajó a México y a varios de los lugares donde transcurre la novela para hablar con gente metida en el negocio– agregó: “El sistema es sencillo: hay que respetar las reglas. Les comuniqué a mis entrevistados que jamás pondría sus nombres pero sí sus puntos de vista. Y les dije que, si no hablaban conmigo, en cualquier caso yo escribiría el libro; así que lo mejor para todos era que el libro fuera lo más fiel y verdadero que fuera posible...
”El punto de partida, el primer impulso, me vino luego de leer acerca de una masacre de niños y mujeres, por un asunto de drogas, que tuvo lugar en Baja California, en México, en 1988. Me pregunté entonces cómo se podía llegar a ordenar la ejecución de algo así, cómo llega alguien a este punto. Supongo que escribí El poder del perro buscando una respuesta. Y lo cierto es que todavía estoy buscándola. Si alguna vez la encuentro, me encantará poder compartirla con todos ustedes”.
Mientras tanto y hasta entonces, ahí están todos, corriendo mientras suenan los corridos y son muchos los que mueren en México gritando aquello de “¡Que viva México!”.
El poder del perro es una de esas novelas en las que uno se va a vivir mientras las lee y –la tasa de mortalidad de sus páginas por momentos quita el aliento– mientras los leídos van siendo acribillados o despedazados o vuelan por los aires o son sometidos a torturas (ya comprenderán a lo que me refiero) de una creatividad católicamente diabólica.
Pensar en El poder del perro como la versión adicta y adictiva de La guerra y la paz haciendo hincapié en lo primero. Mejor aún: El poder del perro como La guerra y la guerra. Despachos desde las trincheras y las tripas en llamas de un volcán en constante erupción donde un cada vez más desilusionado y endurecido Art Keller baila, en los afilados bordes de su cráter, el peligroso vals de una venganza incubada a lo largo de tres décadas junto a los encantadores y monstruosos narcos Adán y Raúl Barrera, a la calculadora prostituta de luxe Nora Hayden, al religioso e intrigante Padre Parada, al asesino a sueldo Sean Callan y a esa especie de implacable espectro/terminator de la CIA que es John Hobbs.
Pasen a este infierno para sus personajes, a este paraíso para el lector que los sigue, y abandonad toda esperanza (de soltar este libro) quienes entren aquí.
Y, una vez terminado El poder del perro, sentarse a esperar a que la HBO lo convierta en una gran miniserie.
Hasta que eso ocurra, aquí va esta novela ardiente como lava y épica como mito antiguo en la que un hombre bueno y vencido se enfrenta a los triunfales hombres malos.
Y ya se sabe: hay tantos más hombres malos que hombres buenos.
Las mejores historias –y El poder del perro es una de ellas– siempre han tratado exactamente de eso, de esa misma vieja e interminable guerra.
Y parafraseando al Michael Herr de Despachos:
México México México, todos estuvimos allí.
Y, si no, allá vamos.
Apocalipsis ahora.
El poder del perro
Don Winslow
RHM
720 páginas
Los gangsters son asesinos seriales que matan, no por amor al arte de matar sino por el placer que les produce acumular poder, sumar dinero, y restar rivales y competidores. Lo que no implica –se entiende– que en sus métodos y estrategias de hombres de negocios con poco interés en negociar no abunde un más que respetable e intimidante componente de monstruo.
Conozcan entonces a Harry Starks, descendiente más o menos directo de Jack el Destripador y Mr. Hyde (esos monstruos primordiales del Imperio), libre pero fielmente inspirado en la sangrienta y bestial leyenda del gangster fashionista y paranoico-esquizofrénico Ronnie Kray (1933-1995): mitad más peligrosa de los peligrosos y célebres y glamorosos Gemelos Kray, quienes aparecen en estas páginas como figuras invitadas y supieron regir desde sus clubes nocturnos en el East End londinense durante los años ’50 y los Swinging Sixties alternando con rockers y starlets y vástagos de la nobleza con ganas de experimentar emociones fuertes. Una frase de su autobiografía –escrita desde su celda en un hospital para criminales dementes, publicada en 1993– lo dice todo: “Fueron los mejores años de nuestras vidas. Los llamaron los Swinging Sixties. Los Beatles y Los Rolling Stones eran los amos de la música pop, en Carnaby Street estaban los amos de la moda... y yo y mi hermano éramos los amos de Londres. Eramos jodidamente intocables”.
Ray “The Kinks” Davies y Morrisey de The Smiths y Damon “Blur” Albarn escribieron y cantaron sobre ellos, fueron tema de varias películas, y Javier Marías los menciona en Tu rostro mañana.
Harry Starks –un certificado british psycho– es un implacable, imprevisible, cockney y esnob, mitómano que no cree en nada salvo en Judy Garland, tipo vulgar con ganas de pasar por aristócrata, homosexual más o menos secreto depende de su humor del momento, bon vivant del Soho y Saville Road, good killer en todas partes, y frecuente víctima y victimario de arrebatos centrífugos de los que conviene no ser testigo presencial.
Y –aun así y después de todo– Harry Starks es un tipo encantador y de gran corazón que –atención– sabe perfectamente dónde se encuentra el corazón de los demás (y, por supuesto, la mejor manera de hacer que deje de funcionar) al punto de que un blog preguntara no hace mucho: “¿Qué hacer si te cruzas con Harry Starks? ¿Denunciarlo a la policía o invitarle una copa?”. That is the question...
También, hay que decirlo, Harry Starks es un entrepreneur delictivo humilde y casi artesanal: sus golpes y negocios no tienen la grandeza operística de los colegas italianos de Nueva York y Chicago o la ambición pionera de los judíos de Los Angeles y Las Vegas. Y mucho menos gozan de la refinada crueldad ritual y milenaria de tríadas y yakuzas. Harry Starks es –nada más y nada menos– un gangster enamorado de la idea de ser un gangster. Un último romántico especialista en ultimar con la misma pasión que el James Bond de las novelas dedica a lo suyo.
Y Harry Starks es la protagónica sombra fluctuante (ahora lo ves, ahora no lo ves, ahora es demasiado tarde para dejar de verlo) de lo que se conoce como The Long Firm Trilogy, compuesta por Delitos a largo plazo (de 1999 y cuyo título original es The Long Firm) y –próximas a ser publicadas en esta misma colección– Canciones de sangre (He Kills Coppers, 2001) y Crímenes de película (Truecrime, 2003). Y las tres dan en el blanco y a quemarropa.
Bang.
Bang.
Bang.
Este trío de novelas gangsteriles convirtieron a Jake Arnott (nacido en Buckinghamshire, Inglaterra, 1961 y considerado uno de los 100 nombres más influyentes y poderosos dentro de la comunidad gay del Reino Unido) en una estrella en las letras de su país a la vez que la respuesta anglo a lo que James Ellroy y Quentin Tarantino venían haciendo en Estados Unidos desde hacía años: combinar la crónica criminal patria con el multicolor estallido pop del que se nutren y al que se vuelven adictos los mitos y leyendas.
Hasta entonces, Arnott había hecho poca –aunque anecdóticamente interesante– cosa: abandonado los estudios a los 16 años, posado como modelo para artistas, sido intérprete para sordomudos, ayudado en la morgue del University College Hospital, conseguido un pequeño papel como momia figurante en La momia y casi perecido cuando se quemó un edificio abandonado en el que vivía como okupa. También había completado un manuscrito –rechazado por varios agentes y editoriales– donde contaba sus noches y sus días como fuera de la ley más o menos legal.
La publicación de Delitos a largo plazo (y el posterior y renovado gran éxito que tuvo su adaptación como miniserie, con Mark Strong como Harry Starks, emitida por la BBC en el 2004, nominada a siete premios Bafta) cambió todo eso: el libro –en parte inspirado por las historias que le contaba su abuela, alguna vez bailarina en los garitos mafiosos de Londres frecuentados por los Kray, John McVicar & Co.– fue reseñado con elogios en todas partes y a ambos lados del Atlántico.
“Pulp fiction pulida hasta ser inmaculada”, apuntó alguien conectando directamente con los orígenes como lector/escritor de Arnott: “Me recuerdo leyendo todas esas novelitas de Edgar Rice Burroughs, el creador de Tarzán, y de pronto, a los 13 o 14 años, abriendo otro libro de Burroughs sin darme cuenta de que era de William Burroughs. Yo pensaba que era el mismo autor, ja. Aunque, si se lo piensa un poco, no son tan diferentes. Ambos están obsesionados con la jungla y la ciencia-ficción y todos esos mundos fantásticos”.
Y, en lo que hace a la génesis puntual de Harry Starks, Arnott apunta y dispara: “Siempre me interesó ese raro tipo de teatralidad intrínsecamente relacionado con la violencia. El modo en que, si te dedicas a dar miedo, tienes que trabajar tu persona y dotarla de una personalidad y tics reconocibles. Es de ahí que surge Harry Starks”. Kray, al igual que Harry Starks, se veía a sí mismo dentro de la tradición de los grandes hombres del Imperio. Ya saben, los grandes aventureros como Lawrence de Arabia. Y no me parece sorprendente que, cuando rascas apenas la superficie de esos héroes del Imperio, todos resultan ser homosexuales. Porque, de alguna manera, no les queda otra opción: tiene que viajar lejos, irse de una casa donde saben que jamás encajarán. De ahí, también, que haya otra gran tradición de gangsters gay”.
Y así Delitos a largo plazo ascendió veloz por la lista de best-sellers, ganó premios de prestigio, David Bowie se declaró fan, y la estampa fotogénica y la gracia en los reportajes de Arnott hicieron el resto.
Había nacido una estrella.
Y de algún modo, paradójica y perversamente, gracias a Harry Starks, Jake Arnott consiguió todo aquello que Harry Starks siempre deseó y nunca pudo obtener.
Entre los muchos atractivos de Delitos a largo plazo está el de su estructura. Ensamblada en cinco partes distintas, autoconcluyentes pero complementarias y finalmente imposibles de separar, la historia de Harry Starks es articulada y armada por cinco voces diferentes. Testimonios de primera mano –entre los que se cuentan el de una actriz/cantante de bajo perfil à la Diana Dors, el de un Lord decadente en Africa (guiño evidente al escandaloso y silenciado affaire que relacionó a Lord Boothby con Ronnie Kray) y el de un sociólogo académico que no sabe en qué y con quién se mete– que lo evocan en diferentes momentos de su carrera criminal. Rumbo siempre seguido de cerca por el policía no del todo honesto o justiciero Mooney, en ocasiones satisfecho aliado de Starks y en otra su némesis casi por obligación.
Los primeros cuatro episodios o informes tienen lugar durante los años ’60 –otro de los logros del libro es su excelente reconstrucción de época y modas y modismos–, mientras que la última parte nos muestra a un Harry Starks diez años después, en prisión y, enseguida, fugitivo rumbo a lo desconocido.
En Canciones de sangre, Harry Starks apenas aparece. Pero aparece lo suficiente como para recordarnos quién era y sigue siendo Harry Starks; aunque Arnott se concentre aquí en la eficaz recreación del caldo de corrupción donde se cuece otra auténtica bestia: el asesino de policías Harry Roberts (rebautizado en la novela como el ex soldado Billy Porter) y los hombres que lo persiguen y lo retratan en la prensa yendo desde el 1966 en que la selección inglesa gana el Mundial de Fútbol hasta los disturbios de los años ’80 con Margaret Thatcher en el poder.
Los años ’90 del Britpop –marcado por escritores como Irvine “Trainspotting” Welsh y directores de cine como Guy “Mr. Madonna” Ritchie o Danny Boyle– son el escenario de la muy graciosa y satírica y decididamente tarantinesca Crímenes de película. Aquí, Harry Starks decide abandonar su exilio español y regresar a sus orígenes cuando –le resulta imposible resistirse– se entera de que comienza a filmarse una película de gangsters más o menos basada en su vida sin sospechar que allí lo espera para vengarse la hija de un mafioso (alusión más o menos velada al caso de Frank “The Mad Axeman” Mitchell, cuyo cuerpo nunca se encontró pero cuya muerte se atribuye a Ronnie Kray), al que asesinó o no hace tres décadas, en Delitos a largo plazo. De paso, Starks aprovecha para asistir al funeral de Ronnie Kray y es descubierto por el alguna vez inestable y torturado periodista gay y hoy fabricante de libros sobre true crimes Tony Meeham, a quien conocimos cubriendo el tránsito asesino de Billy Porter en Canciones de sangre.
Nada se pierde, todo se transforma y se reencuentra en tres libros que funcionan como irresistibles divertimentos pero también –como quiere Arnott– como ficciones históricas y novelas gay noir, aunque rechace el ser etiquetado como escritor gay: “Siempre pensé que una identidad exclusivamente basada en tu sexualidad es algo deprimente. En los años ‘80 eso tenía un significado ligeramente político. Ahora se ha convertido en una herramienta del marketing”.
Cerrado el Ciclo Harry Starks, Arnott dijo sentirse con ganas de probar algo más victoriano e imperialista.
Pero no. (1)
En el 2006 publicó la muy celebrada Johnny Come Home, transcurriendo a principios de los años ’70, llenando el agujero espacio/temporal del que no se ocupaba The Long Firm Trilogy, y contando la mala vida de Sweet Thing –un rent boy callejero con aires de Ziggy Stardust cuyo lema es “Yo no quiero ser libre, quiero ser caro”– y sus buenas aventuras en las que las luces del Glam Rock y un mesías pop llamado Johnny Chrome (acaso inspirado en Gary Glitter, quien acaba de tener un primer hit pero no tiene idea de cómo seguir pegando) se funden con las detonaciones de las bombas puestas por The Angry Brigade, con la furia del sargento detective Walker, especializado en la “escena hippy” y en explosivos variados, con el dolor del pintor Stephen Pearson (atormentado por el reciente suicidio de su amante y líder anarquista Declan O’Connell) y el cansancio existencial de Nina (amiga bisexual agotada por los requerimientos del “ambiente”). Semejante elenco resulta en un cóctel molotov que se vuelve todavía más volátil cuando alguien descubre una bomba que no ha explotado pero que puede explotar en cualquier momento.
Stephen Frears haría una gran película con todo esto y, sí, falta un poco menos para que Jake Arnott sea sentado a la misma mesa de Martin Amis, John Banville, Julian Barnes, Kazuo Ishiguro, Ian McEwan, Salman Rushdie & Co.
Y, si alguien tiene algún problema con esto, le enviamos a Harry Starks para que lo solucione.
Rápido.
Y para siempre.
Delitos a largo plazo
Jake Arnott
RHM
428 páginas
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