› Por Juan Pablo Bertazza
Jardín nocturno
Susana Aguad
Simurg
103 páginas
San Agustín dijo, alguna vez, sobre el tiempo: “Cuando no me lo preguntan, sé qué es; cuando me lo preguntan, no lo sé”. Y es notable, pero esa disyuntiva entre la pregunta y la no pregunta, que determina nada menos que saber o no lo que es el tiempo, puede homologarse a aquello de que la ficción, en cierta forma, puede echar más luz sobre ciertos temas que un tratado filosófico, concebido en general para responder una pregunta, mientras que la ficción sería la respuesta a una pregunta que no formuló nadie.
Con Jardín nocturno, Susana Aguad –escritora de gran trayectoria que vivió exiliada en París entre 1976 y 1984– se propuso responder varias preguntas relacionadas con el tiempo que, en rigor, muchos querían saber pero nadie se atrevió a formular. Quince relatos cortos, con Cesare Pavese espiando desde el epígrafe, que llevan la marca común del tiempo, ya sea por temáticas principales –una charla onírica de una pareja se desvanece cuando su hijo deja caer varios cuerpos sobre el Río de la Plata y sin paracaídas–, secundarias –un conductor que, con la intención de pedir un remolque para su auto averiado, deja a sus hijos un revólver en la guantera por si tienen que defenderse– o por la misma influencia que el tiempo pudo generar en la extensión de algunos relatos que adquieren categoría de hiperbreves, como si esa amenaza que en algunas historias constituye la muerte –tal vez, la faceta menos amable del tiempo– se hubiera inmiscuido en la propia escritura de tramas como El cura sanador y El hombre de las estaciones de servicio cortándoles el aliento para hacerles sentir su peso en carne propia, y generando así un fuerte efecto de ruptura.
Es justamente en la intersección de la muerte con el tiempo que la metáfora del jardín nocturno adquiere, paradójicamente, toda su luz. No sólo porque los grandes acontecimientos de este libro, casi todos estremecedores, suceden siempre de noche, sino también porque en el cuento que da título al libro ese jardín nocturno no es otra cosa que la bóveda del cielo en la que, así como es posible ver la luz de estrellas que ya están muertas, un padre viudo vislumbra el brillo rojo de dos estrellas que, todo parece indicarlo, todavía no existen. Por otro lado, en el excelente cuento que abre este volumen, Verano y humo, el jardín nocturno está constituido por plantas ocultas hechas manchones de sombras, por obra de los “retazos del lechoso blanco que derramaban los focos de luz en cada esquina”. Ese jardín estilo Rembrandt encarnará a la perfección el misterioso otro lado del tiempo, que se va tragando como un agujero negro la fidelidad, las utopías y hasta la vida misma de un grupo de parejas amigas que festejaban, desde los años sesenta, cada fin de año en una casa de fin de semana.
De Jardín nocturno, el libro, podría decirse exactamente lo contrario a esa concepción asfixiantemente cíclica sobre el tiempo que aporta uno de los cuentos: “Cada noche ha resultado la repetición de las anteriores”. Por su fuerte impronta poética y variados argumentos que parecen responder un poco más a la búsqueda verbal que al respeto de estructuras narrativas clásicas, este volumen de relatos es un libro diferente, que parece sencillo hasta que se revela estremecedor.
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