› Por Angela Pradelli
La niña tiene cuatro años. Está sola en el patio de una chacra alquilada en la que su familia trata de subsistir. Es el atardecer. Desde lejos, le llega el ruido del tren que pasa por la estación más cercana. De pronto la niña siente una gran melancolía. Todavía no aprendió a escribir pero lo que siente es tan tremendo que necesita hacer algo. El tren se aleja cada vez más rápido. La niña busca algo en el patio, no sabe qué, pero busca algo con desesperación. Encuentra unas ramitas, unas ramas delgadas con las que hace un dibujo en el parante de una chata de maíz. El sonido del tren alejándose se pierde en la distancia. Pero queda la inscripción, en aquella soledad del patio de la chacra queda la inscripción que la niña hace con ramas delgadas sobre el parante. ¿Cuánto de esta escena de infancia puede leerse en la poeta que fue esa niña? Ese gesto es también una marca de escritura en Diana Bellessi y define el campo de su poesía. Como el dibujo sobre el parante, los poemas de Bellessi se leen hoy como la escritura que surge de una necesidad que la devastaría si no se concretara.
La conversación con la escritora transcurre en su casa de Palermo, en una de las últimas tardes calurosas de marzo. Sobre la pequeña mesa que nos separa, su Poesía reunida, un tomo de más de mil páginas en cuya selección la autora trabajó durante dos años. “Una sobrevivió por la generosidad de tanta gente a lo largo de todos estos años de la vida. Tuve una vida, y pude hacer algo con ella, y ese algo está ahí”, dice Bellessi y su mirada se detiene unos instantes sobre el ejemplar. “Tengo un agradecimiento infinito a los padres, a los maestros de la escuela rural y a todos los que alguna vez me miraron y se detuvieron en mí de algún modo: con un libro prestado o una amistad. Porque de nosotros, de los patas sucias que vivíamos del otro lado de la vía, era difícil pensar que iba a venir alguien que iba a tener a sus pies el mundo, y los libros del mundo y que iba a escribir. Eso, que parecía tan frágil y tan imposible, se hizo realidad.”
Pero, ¿qué es un poema? Hay otra escritura, más cercana en el tiempo que la que hace la niña con una rama delgada sobre la chata. Esta otra escritura puede leerse también como una respuesta a la pregunta, la construcción poética de una definición. En El jardín de los milagros la poeta dice: “Temprano en la mañana mi madre intenta/ llamarme por teléfono, y en la tarde/ luego me cuenta: tan hermosa noticia/ tengo, con una voz de aterciopelado/ misterio, muy serena y suave anunciando/ la pequeña magnolia se abrió en dos flores/ por primera vez. Hay justicia, pensé/ con un agua dulce que se abría paso/ en mi corazón. Esa magnolia que ella/ plantó bajo la mirada de mi padre/ años atrás diciéndole melancólico/ si no la verás florecer, tarda tanto/ Y yo, verano tras verano mentía/ un poco o creía o pasaba revista/ de las pequeñas magnolias florecidas/ que supe visitar en una placita/ por Colegiales, adonde robé aquella/ reina blanca, perfumada y frágil que huelo/ aún en la distancia como si fuera,/ como si hubiera sido una hostia pascual/ o el cuerpo de la amada, la comunión/ con lo bello del mundo, como mi madre/ lo siente ahora y lo dice en esa voz/ que me parece el cantar de los cantares/ Florecerá, le aseguraba, el próximo/ verano, ya verás, y hoy ha sido visto,/ esta vez se unieron belleza y justicia/ para ganarle juntas, las dos al tiempo”.
Así, si un poema es el florecimiento al que se espera a pesar del escepticismo de todos, no deja sin embargo de conmover como un milagro cuando sucede. Como la magnolia en el jardín, el poema vuelca su intensidad de perfumes en el aire que renueva y enrarece al mismo tiempo. El poema es también, una voz que no puede dejar de decir y que lleva consigo la espesura de los sentidos y la hondura de lo sagrado.
A lo largo de casi tres horas de conversación, Bellessi recorrió sus orígenes y reflexionó sobre su obra, sus libros y su poética.
Recién fui a Italia por primera vez el año pasado. Por un lado porque a mí Europa nunca me dijo nada. Es América el continente que me dice mucho, de cabo a rabo. Siempre me he sentido tan sólo latinoamericana. Además, yo sentía que ir a Italia era peligroso y lo fue porque tuve una conmoción muy grande cuando llegué. De chica yo escuchaba hablar en italiano y en fruiliano, y por supuesto también bastante en cocoliche, pero vos no te olvides que yo me crié en el campo pobre, no con los dueños de campo, ni de la tierra, sino en los campos de los inquilinos, que alquilaban la tierra, protegidos por el decreto peronista que hizo que durante muchos años no tuvieran que abandonarla ni pagar rentas tan altas. Por esa protección lograron sobrevivir y pudieron mandar a sus hijos a la escuela. En ese campo pobre todo se hacía tracción a sangre. Trabajaba la familia entera porque no había maquinarias, y en los períodos de cosecha venía además la población golondrina, que trabajaba en la juntada de maíz y el sembradío de papas. Vivíamos y comíamos todos juntos en la casa familiar. Yo crecí en esos galpones de trabajo. Entonces por un lado me crié en contacto con este relato familiar de Italia, de las tías y los abuelos y los parientes, que eran ágrafos y pobres. No habían tenido tierra en Italia ni la tenían por supuesto en la Argentina. No había libros porque no estaban alfabetizados, y toda la historia se pasaba de relato en relato, de boca en boca. Son mis padres los primeros que terminan la escuela primaria. Mi madre terminó sexto grado cuando yo tenía tres o cuatro años. Mi padre y yo la acompañamos a dar el último examen. Fuimos a la mañana y volvimos a la noche. Recuerdo perfecto ese momento, y la alegría de mi madre con su diploma. Pero los libros de mi casa, la herencia literaria, son tardíos porque yo fui la primera de mi familia que hizo la escuela secundaria. Son los libros que compraron mis padres para mí. Ellos me empujaron al mundo de los libros y la cultura, Pero no me trasmitieron nunca el deseo por aprender la lengua italiana. Cuando llegué a Italia, se me vinieron con mucha presentividad todos los fantasmas, es decir, todos los relatos de infancia. Fui al pueblo de mis abuelos y comprendí que en realidad yo estaba muy arrullada por esas historias, por las voces italianas y por el paisaje de esa zona en la que se cultivaba trigo. Vi las colinas cubiertas por los campos de trigo y me di cuenta de que era un paisaje idéntico a los que yo había escuchado en la infancia. Los recuerdos de mis abuelos eran relatos de trigo. A pesar de los años, el pueblito de mi abuelo está hoy exactamente igual, así que yo sentía que iba caminando por donde habían caminado mis abuelos. Lloré mucho, me arrodillé en la tierra y besé el trigo. De pronto me di cuenta de que lloraba en una ambivalencia muy extraña. Amor por un lado, y también rencor por la vieja Italia que los había echado muertos de hambre a América, que tampoco los recibió con los brazos abiertos. Estuve casi dos meses viviendo en una residencia para artistas que era un castello. Cuando repartieron los estudios donde trabajaríamos los escritores, a mí me tocó un cuarto que había sido el granero. Mi abuelo sabía escribir su nombre pero era analfabeto, y cuando entré al estudio pensé “ah, la nieta de los Contadini vuelve al granero del castello”.
El materialismo marxista y anarquista me construyó desde temprana edad. Me siento completamente ligada a la inmanencia del mundo. Yo celebro constantemente no lo que hay detrás sino lo que hay enfrente. Digo esto en el sentido en que lo plantea María Zambrano cuando se refiere a ese espacio de interrogación metafísica. Ella dice que si un filósofo y un poeta miran un árbol, el filósofo se pregunta todo el tiempo qué hay detrás del árbol y que el poeta simplemente dice, ¡ah el árbol! y no hay una pregunta por un conocimiento que vaya más allá del árbol. Yo pertenezco a ese grupo de poetas que no se preguntan por la verdad que está detrás sino más bien a aquellos que están enamorados del mundo que acontece y que está a la vista. Me tomé dos años para ver toda mi obra y preparar esta edición. Y si bien es cierto que hay variaciones entre un libro y otro, hay también una fidelidad en progresión que yo la atribuyo a cierta coherencia del fracaso. Es decir, en un poema retomo lo que no pude asir en otro. Claro que hay diferencias entre un libro y otro, pero también hay alguna clase de retorno en espiral. Así como el fracaso no cancela los sueños y los anhelos, ni cancela la voluntad de luchar por un mundo más justo aunque se fracase una y mil veces, de la misma manera, o mejor, gracias a que se fracasa, se puede seguir escribiendo. No digo fracasar por entero porque en ese caso uno descarta esa escritura y no la publica. Pero si no se fracasara en algo, no se podría seguir escribiendo. Hay un cierto fracaso en el poema y eso es lo que permite que uno vuelva a escribir. En algunos casos es una larga cadena de pequeños fracasos lo que hace que una sea reclamada a volver emocionalmente a ciertos lugares. Aunque claro, se vuelve desde otro momento de los años, desde otro dominio del oficio, desde otra perspectiva del yo lírico. Cuando miro ciertos libros míos que quiero mucho, por ejemplo, Danzante de doble máscara y Sur, me digo que recorrí un camino largo entre uno y otro porque es indudable que hay intereses bien distintos. Pero creo también que así como se nota la diferencia, se nota también la insistencia. Sur para mí es un libro clave porque creo que allí empecé a descubrir y a desear ciertas cosas que son las que me siguieron acompañando en todos los libros posteriores. Es imprescindible que mientras escribe el poeta dedique un largo período al forjamiento del oficio y a la apropiación de la cultura. Uno de los peligros de ser poeta es que uno puede quedar preso de los estadíos y me parece que tu voz también podría quedar presa y podría no ablandarse y volver a casa. Cuando digo casa digo infancia, pertenencia de clase, las voces que oíste cuando eras chica y que te construyeron.
Nunca tengo grandes proposiciones para escribir. Me doy cuenta de que estoy en un lugar distinto del anterior porque hay un tono, un acento, unos intereses, un ritmo, y yo siento que se diferencian. Pero en realidad no tengo demasiadas apreciaciones técnicas de qué libro voy a hacer, o cómo va a ser ese libro. Yo percibo algo y voy detrás de eso. No tengo programática en mi escritura.
Además del italiano que yo oía hablar a mis parientes, a mí me llegó también el coplerío de la población golondrina que venía de las provincias más pobres a laburar a las chacritas pobres también, y que eran como mis parientes. O sea que para mí, la guitarra, la copla, los cuentos de aparecidos y toda la mezcla de lo español indígena estaban muy presente, sobre todo en las noches y en los días de lluvia. Este magma central de mi vida después fue bastante adormecido por mi migración de clase, por mis padres que me empujan a la escuela, a la universidad y a la adquisición de la cultura y del saber. En ese momento, lo que me conforma es la vanguardia y la ruptura del siglo XIX y XX. Son mis grandes lecturas de la adolescencia. Cuando a los 23 agarré la mochila y recorrí Latinoamérica caminando, toda la infancia y la lengua me volvieron otra vez. Pero cuando algo vuelve hay luego un largo proceso para ablandar lo que se recupera, y juntar lo escindido. La lengua que vos oís, la tradición de la oreja, es blanda como el agua, llena de matices. El trabajo del poeta es entonces cómo hacer para, con tradiciones diferentes, tener una lengua suave, blanda, honda.
Yo empecé a escribir en los ‘70. Ahí se criaron mi sensibilidad, mis proyectos, mi visión de la historia, que luego por supuesto tuvo variaciones y transformaciones a lo largo del tiempo. Cuando tenía 15 años llevaba bajo el brazo La guerra de guerrillas del Che Guevara y lo leía en los rincones de la escuela. Pertenezco a esas aguas. Pero en los ‘70 no escribía poesía social y hasta me la reclamaban. Algunos leían mis poemas sobre la infancia y me decían que mi poesía era burguesa. Ahora que escribo poemas a los piqueteros dicen que es poesía social, sin embargo en esos poemas yo reclamo a esa gente como familia, porque esos son de verdad mis parientes. Los que luchaban mes a mes porque el dinero no les alcanzaba, como mi padre, al que le dieron una patada en el culo cuando el onganiato sacó el decreto que protegía a los inquilinos. Por eso yo no siento que haya una barrera entre lo social y lo íntimo, para mí todo es íntimo porque ese es el mundo social que yo viví y entonces la historia está constantemente emocionalizada desde la poesía.
Bajo los años de la dictadura yo escribí Tributo del mudo, poemas breves que son como las hilachas de lo que se podía decir. Cuando estuve más asentada en mis reales escribí Danzante de doble cara como un intento de reponerme a mí y a la Argentina en el contexto latinoamericano. Después de eso escribí Eroica, un libro con un discurso central mucho más radicalizado. Es un libro que maneja tres y cuatro espacios en la página, porque todo está astillado. Los silencios y los corrimientos pesan por esa materialidad respiratoria. Si hay un blanco y una dispersión en el espacio, eso también implica un jadeo y una sensación de astillamiento. Veníamos de la dictadura y la mudez y Eroica fue la manera que yo encontré para reconstruir una subjetividad sincera y pública en un libro en el que, entre otras cosas, se habla de amar a una mujer. Yo todavía no había constituido un sujeto lírico demasiado visible que pronunciara estas cosas en el espacio de la escritura que va a ser luego publicada y encontré en Eroica una manera para que ese sujeto se pronunciara.
La valoración del silencio ha sido en mí muy importante porque me crié en el campo y con muchos juegos solitarios. Pero por ser una “cabecita” migrando hacia los espacios urbanos y letrados, también convocaba a otro silencio: el silencio del que se siente diferente, a la intemperie, frágil, acosado. Y todavía me siento así muchas veces. Creo que eso no se pierde nunca del todo. Yo elegí la poesía porque a mí me gusta cantar. La música y el canto son dos cosas centrales que me llevan a la poesía y no a otra cosa. Yo no escribo nada motu proprio que no sea poesía. Los ensayos los escribo porque me piden algún texto para una conferencia o para un congreso. Pero no me nacen. A mí lo único que me sale es el verso. El peso del verso y su silencio y el peso de la frase y su música han hecho que yo esté en la poesía. He leído a los padres de la iglesia cristiana, como San Agustín, he dedicado mucho tiempo a leer a los poetas islámicos, tengo una gran curiosidad por el budismo y sus diferentes manifestaciones en la India, en Japón, China. Tengo un cariño enorme por todos esos universos y creo que eso se podría pensar como metafísica, es decir, la pregunta por el sentido, por lo oculto y por el misterio. Además, la poesía debe lidiar y resolverlo todo con gran economía, en consecuencia siempre lo resuelve en el salto al vacío y en el misterio del lenguaje. Cuando me preguntan cómo empiezo a escribir, yo siempre respondo que me viene la frase y yo la sigo, y si bien es cierto que a veces viene de mí y me incluye, a menudo la frase viene también de los otros. Creo que uno de los misterios más importantes de la escritura es el modo en que le hacemos un lugar en nuestras vidas. Lo que quiero decir es que el oficio de la escritura implica no sólo la práctica diaria sino también que el poeta tiene que seguir siempre ahí, aun en los momentos en que el poema no llega.
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