Luego de escribir la biografía de su padre, Alicia Dujovne Ortiz abordó otra faceta del comunismo en una novela donde Felisberto Hernández aparece metido en una trama de espionaje durante la Guerra Fría.
› Por Juan Pablo Bertazza
La muñeca rusa
Alicia Dujovne Ortiz
Alfaguara
303 páginas
Las comparaciones más odiosas son aquellos lugares comunes que se van acumulando cuando hay algo más preciso que decir. Una de ellas, sin lugar a dudas, es la de la literatura como un conjunto de historias que se van encastrando como muñecas rusas. No obstante, ninguna otra imagen ningún otro título, cuadra mejor para pensar la nueva novela de Alicia Dujovne Ortiz.
Antes que nada porque su autora, así como alterna su residencia entre París y Buenos Aires, y últimamente supo hacerse tiempo para ir publicando algunas joyas inéditas de su tío, el africanista Néstor Ortiz Oderigo, suele saltar cíclicamente del género biográfico –Eva Perón (1995) y El Camarada Carlos (2007) sobre su padre, un bastión del Partido Comunista Argentino– a la novela –Mireya (1998) y Las perlas rojas (2005), por nombrar sólo algunas– con una facilidad envidiable.
La muñeca rusa, probablemente constituya uno de esos momentos de síntesis de todo gran escritor, en que la muñeca rusa en cuestión, sin ser necesariamente la última ni la primera, genera un quiebre, una revelación, como una escala de la cual no se vuelve. Y esa síntesis forma parte de la génesis de esta novela: en lo temático, una especie de continuación de El camarada Carlos, aunque ahora es una mujer la que ha sido enviada por la KGB a Sudamérica para crear una red de espionaje comunista y, en lo formal, un tour de force de Mireya, aquella novela sobre las peripecias de una pelirroja imaginada por Cortázar que se involucraba tanto con Toulouse Lautrec como con Gardel.
Claro que en el interior de la novela las muñecas rusas siguen apareciendo, incluso a partir de los protagonistas que Dujovne Ortiz suele elegir con la precisión de una pinza quirúrgica: por un lado, Felisberto Hernández –el funcionario público dentro del pianista dentro del notable escritor de ambigüedades y perversiones naïves–; por el otro, Africa de Las Heras, una andaluza soviética de cuarenta años, con más vidas que alias y una disociación entre su perfil y su rostro de frente, que participó de la Guerra Civil Española y de la muerte de Trotsky, y a la que envían a París para seducir a un recién afamado Felisberto, convencerlo de casarse e irse juntos a Montevideo porque nadie sospecharía que, en esa ciudad y tras la figura de un ferviente anticomunista, se oculta una espía de la URSS. Y, tras cartón, Oleg, jefe de Africa, semiótico aficionado a los novelones, especie de Gran Hermano estalinista y el único personaje ficticio de esta obra (aunque en este contexto eso tenga poco sentido), además de tercero en discordia del que sólo conocemos extractos de su diario.
Pero así como las muñecas rusas tienen su jerarquía, la novela de Dujovne Ortiz no se trata sólo de una historia detectivesca, repleta de aventuras y con algunas pizcas románticas; de hecho, sus acciones principales (los primeros encuentros entre Africa y Felisberto, por ejemplo) se presentan terciadas, referidas, como en un presente histórico, por lo cual, tal vez, pierden algo de fuerza narrativa. En cambio, es en su nivel macro que esta novela adquiere toda su plenitud, ahí donde un profundo pero auténtico fraseo poético va trazando por detrás del escenario una serie de ideas sobre el destino y la fuerza profética de las palabras, conformando así una especie de gran novela lacaniana sin ningún tipo de tecnicismos psicoanalíticos: llamativas coincidencias entre la vocación musical de Felisberto y el apodo de pianista que reciben los espías políticos, la ejecución que él hace en un concierto de Petrushka y tramas y descripciones de sus cuentos que conocen mucho más de Africa, no sólo de lo que él cree que conoce de ella sino de lo que ella misma conoce de su vida. Como si el dios de esta novela no fuera más que “un titiritero al que sus títeres se le ocultan detrás del telón”, un telegrafista que envía mensajes en clave hacia un flujo inconsciente donde conviven los deseos, las ideologías y temores de estos personajes que cuanto más verosímiles más falsos –el nombre con el que Felisberto conoce a Africa es María Luisa–. Como si cada decisión, cada cambio de pareja y cada giro del destino estuviera signado por el peso de palabras impuestas por quién sabe. Como si la gravedad de la literatura no estuviera en cambiar el mundo sino en crearlo.
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