Domingo, 31 de mayo de 2009 | Hoy
John Banville es considerado uno de los grandes estilistas contemporáneos de la lengua inglesa, artesano de un lenguaje lírico y un agudo sentido del humor que lo convirtieron en un autor de culto hasta que El mar (Anagrama, 2005) le consiguió no sólo el premio Booker sino también un público más masivo. Sin embargo, desde hace algunos años viene cultivando una doble personalidad: Benjamin Black, el autor de dos novelas policiales negras protagonizadas por el sombrío patólogo Quirke en el Dublín de los años ‘50. El Lémur (Alfaguara), la tercera y flamante novela de su alter ego, combina por primera vez el universo de Banville con el estilo de Black. Rodrigo Fresán lo visitó en Irlanda para hablar con uno del otro.
Por Rodrigo Fresán
Los escritores llevan tres vidas diferentes y a la vez complementarias: su vida privada, la vida de los libros que leen y la vida de los libros que escriben. Por estos días, el irlandés John Banville acaba de regresar de un viaje y está a punto de emprender otro, disfruta de The Letters of Samuel Beckett 1929–1940, y le da los últimos retoques a The Infinities, que aparecerá hacia el próximo otoño europeo: “Una novela que transcurre a lo largo de un día de verano, en una casa en el campo en la que un anciano en coma agoniza. Su familia se ha reunido para despedirlo y, con ellos, también acuden los dioses junto al lecho del moribundo. Espero, como mínimo, que sea una obra maestra, un éxito de ventas y que me lleve hasta las puertas del Nobel, ja”.
Pero Banville tiene, además, una cuarta vida. Y esa es la vida de Benjamin Black –alias transparente y escritor de policiales– quien ahora presenta su tercer thriller luego de El secreto de Christine y El otro nombre de Laura: El Lémur.
–Como a “el pretencioso”.
–A Black le preocupan cosas como argumento, personaje, diálogo. Puede escribir en cualquier parte. En hoteles, en aviones, en computadoras... Yo, en cambio, sólo puedo hacerlo a mano y en mi estudio de Dublín y trato de ir más allá de estas convenciones –la trama, lo que se conversa– y concentrarme en la esencia. Es una cuestión de personalidades, de niveles. Un amigo me dijo el otro día que yo me convierto en Black por la misma razón que Beckett escribía en francés: pour écrire sans style. Y puede que tenga razón. El seudónimo es mi manera de advertirle a mis lectores que Black trabaja de manera diferente a la mía. No hay intención alguna de perpetrar una broma literaria à la Borges. Pero también es cierto que Black nació a partir de mi lectura de los romans durs –no los protagonizados por Maigret– de Simenon, a quien siempre consideré un maestro más que merecedor del Nobel.
–En absoluto: ni Black ni yo nos tomamos estas cosas demasiado en serio. El Lémur es un jeu d’sprit en el que ambos disfrutamos del desafío de producir quince capítulos de 1.500 palabras cada uno. Y también me divirtió descubrir lo poco que yo sabía de la Nueva York contemporánea. La idea surgió a partir de un documental sobre mi persona. Un día almorcé con el researcher encargado de “investigarme” y... El editor del New York Times me envió un e–mail invitándome a participar y yo no dudé en aceptar. Pensé que tendría que escribir un episodio a la semana y que enviarían a un mensajero cada viernes para arrancarlo de la pantalla de mi computadora, caliente y recién hecho. Me desilusionó un poco el tener que entregarlo –así lo especificaba el contrato con el periódico– todo por anticipado y no poder avanzar semana a semana, como en el siglo XIX. Pero me la pasé muy bien y volvería a hacerlo. La parte técnica de la cuestión, el cómo ir dosificando los acontecimientos, me resultó un ejercicio apasionante.
–No lo había pensado hasta ahora, pero es cierto. Tal vez debería reescribirla con estilo Banville. En cualquier caso, Quirke regresará en el próximo libro de Black, que planeo escribir este verano. En realidad, la protagonista será Phoebe, la hija de Quirke. Un personaje que me fascina. Mi agente asegura que estoy enamorado de ella y tal vez esté en lo cierto.
–Es que son imposibilidades, aunque admiro el genio de sus creadores. Las novelas pulp norteamericanas, en cambio, son sucias y desordenadas como la vida misma. Supongo que mi favorita entre ellas es El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain. Y las que Donald Westlake escribió como Richard Stark: elegantes como un tapado de visón en una prostituta de 200 dólares... Ya ve cuán fácilmente uno entra en clima.
–En realidad, cada libro que escribo es aquel para el que me he estado preparando. Pero está claro que el Booker me ganó muchos nuevos lectores. Dejé de ser “escritor de escritores”. Y lo bueno de ganar el Booker es que ya no piensas más en la posibilidad de ganarlo, lo que es un gran alivio. Pero el problema continúa siendo el mismo más allá del éxito. Y ese problema es el problema de la escritura. En realidad, siento que apenas he comenzado.
–Con eso quise decir que todos mis libros son un motivo de vergüenza. Mejores que los de cualquier otro, pero no lo suficientemente buenos para mí. Nada desearía más que existieran otras vidas y otros mundos donde poder volver a escribirlos. Pero no se puede. Y la perfección tampoco es posible.
–Yo pienso que todos los thrillers son existenciales de un modo u otro. Nada pone de manifiesto con mayor intensidad los dilemas existenciales que un crimen. La vida en sí misma es la gran aventura existencial. Una búsqueda de lo auténtico tanto en el mundo externo como en nuestro interior. Y la ficción intenta una y otra vez encontrar la esencia de “la vida misma”.
–Lo único que he aprendido de reseñar libros es cómo reseñar libros. En cuanto a las críticas de mis libros, lo único que he aprendido de ellas es cuán resentidas, vengativas y miserables pueden llegar a ser las personas. Ya no las leo y fue un gran placer dejar de hacerlo. Fue como alcanzar un plano superior de ligereza y libertad. Aunque, por supuesto, mis amigos no dejan de comentarme las más negativas.
–Es difícil saberlo. Es una tarea que le corresponde a las generaciones que vendrán. Pero supongo que la trilogía de Frank Bascombe de Richard Ford serán clásicos americanos. Lo mismo que las novelas de Conejo de John Updike, otro escritor al que tampoco puedo entender como no le dieron el Nobel. No estoy de acuerdo con la Academia en cuanto a la inferioridad de las letras norteamericanas. Es cierto, sí, que los novelistas estadounidenses no parecen preocuparse por las grandes cuestiones metafísicas que interesan a los novelistas europeos... Pero también es verdad que, a partir del análisis de lo cotidiano, los norteamericanos han generado una metafísica propia y personal.
–Yo creo que debería declararse una moratoria de veinte años en lo que se refiere al 11 de septiembre del 2001 como materia novelesca. Basta con apreciar las grandes novelas del siglo XIX: eran todas novelas históricas, eran todas partes del pasado. Yo pienso que la Historia necesita un tiempo para convertirse en historias de las que la ficción pueda ocuparse. Y hay ocasiones en que ni siquiera todo el tiempo del mundo es suficiente. “El mundo imaginado es el bien definitivo”: no lo digo yo, lo dijo Wallace Stevens.
–Ahora que me lo recuerda, creo que yo debía ser un poco mayor cuando tenía a Joyce por talismán. Unos 14 o 15 años. Pero con el tiempo –si hablamos de compatriotas– me fui inclinando más y más hacia la mordacidad despojada de Beckett.
–Hay una anécdota muy simpática y reveladora de W. H. Auden cruzando los Alpes junto a unos amigos. El poeta iba leyendo un libro, pero sus amigos no dejaban de lanzar exclamaciones de éxtasis ante lo majestuoso del paisaje. En un momento, Auden despegó la vista del libro, miró por la ventanilla del vagón de tren y regresó a su lectura diciendo: “Con una mirada alcanza y sobra”. Y también está aquella declaración de Henry James en la que asegura que una mujer de buena educación que pasara por un instante junto a un regimiento tendría material suficiente para escribir una saga en tres volúmenes sobre la vida militar. Lo cierto es que apenas necesitamos de un atisbo de la realidad. La imaginación hace el resto.
–Sí. En mis pesadillas veo un diccionario de escritores editado en el 2080 donde en la entrada de John Banville se lee: “Banville, John: ver Black, Benjamín”.
Por R. F.
UNO Le comento la idea a John Banville y el hombre enarca una ceja, se pone su sombrero, levanta las solapas de su abrigo y me dice: “Lo que me propones es ir al más común de los lugares para escenificar el lugar más común”. Le explico que posiblemente sea algo muy visto para los locales, pero no para los visitantes. Banville no parece del todo convencido. Insisto: “Y tendrá su gracia que uno de los escritores más originales de los últimos tiempos aparezca escenificando el menos original de los clichés”. Entonces Banville dice, resignado, “De acuerdo, allá vamos” y hacia donde nos dirigimos ahora –mañana resplandeciente, a bordo del auto del autor– es a Sandy Cove, afueras de Dublín, donde se alza la Martello Tower inmortalizada en las primeras páginas del Ulises de James Joyce. Y una vez allí, Banville posa –arquetípico lugar común, cliché paradigmático– frente a la torre en cuestión. Y sonríe.
DOS Hace unos años, en una entrevista que le hice a John Banville vía e–mail, le pregunté: “¿El estilo es rey y la trama soldado raso? ¿O viceversa?”. La respuesta fue categórica y de categoría: “El estilo avanza dando triunfales zancadas, la trama camina detrás arrastrando los pies”, respondió John Banville. Y aquí, creo, la clave de toda una obra y, acaso, de una vida. Tratar al lenguaje, a las palabras, como se trataría a una entidad ajena, alienígena, a la que necesitamos hacer nuestra y, por el camino, como recompensa por el trabajo bien hecho, descubrir y comprender que el lenguaje de todos se ha convertido en un idioma propio e inconfundible. En alguna ocasión, Banville –irlandés–se ha comparado con Nabokov en cuanto al modo en que examina y manipula el idioma inglés y apuntado cierta particularidad en la genética de su patria: el interés no tanto por contar qué sucedió sino por el modo en que se elige contar lo sucedido. El lenguaje como forma. La forma como estilo. El estilo como credo. No son muchos los escritores que se arriesgan a semejante aventura y son todavía menos los que lo consiguen. Henry James –uno de los héroes de Banville– llevó el inglés a un sitio sin retorno en sus últimas novelas. James Joyce lo hizo en otra dirección. Banville –a quien a menudo se pone a la altura de Nabokov–va por la suya.
Ahora, es mi segundo día en Dublín junto a John Banville. La tarde anterior este irlandés y dublinés por adopción (nacido en Wexford, en 1945) abrió las puertas de su estudio junto al río Liffey. Un ambiente luminoso en el que ha trabajado durante los últimos diez años y que, por fin, hizo suyo luego de ganar el literariamente prestigioso y económicamente enriquecedor Booker Prize en el 2005 con El mar. La novela que lo sacó de la peligrosa categoría de escritor para escritores –etiqueta que Banville detesta porque “yo escribo para los lectores, no para los escritores”– para convertirlo en habitué de las listas de best–sellers locales y persona a la que desconocidos saludan por las calles de su ciudad. El estudio de Banville –en pleno centro de la ciudad, rebosante de objetos talismánicos y fotografías de familiares– es el lugar al que el escritor llega todos las mañanas, desde su casa en las afueras de la ciudad, para trabajar hasta la caída de la noche. Banville es disciplinado, pero se permite un quiebre de la rutina para pasear por la ciudad. Cruzamos un puente, atravesamos Temple Bar –barrio artificialmente bohemio pero auténticamente juvenil rebosante de bares y tiendas de discos y frecuentado por la nueva generación de intelectuales–, bordeamos los jardines del Trinity College y llegamos a Dawson Street. Aquí se concentran las grandes librerías (elegante sucursal de Waterstones y Hodges Figgis, esta última fundada en 1768 y con una admirable selección de títulos irlandeses y celtas) y, un poco más adelante, en el número 15, una pequeña bookstore especializada en policiales y novela negra ingeniosamente llamada Murder Ink. Banville está buscando “algo para el avión”.
TRES “Ah... pero si no es otro que Mr. Black”, saluda el dueño de Murder Ink. cuando ve entrar a Banville. Las tres novelas de Black hasta la fecha –El secreto de Christine, El otro nombre de Laura (protagonizadas por el sombrío patólogo Quirke en el Dublín de los años ‘50) y El Lémur (contemporánea, sin Quirke y publicada a modo de folletín en la revista de The New York Times), queda por escribir una tercera y, parece, una entrega final con Quirke– han significado un notable incremento en la popularidad de Banville cortesía de a quien define como “mi gemelo oscuro” y “una versión un poco idiota de mí mismo”.
La divertida irritación que Black le despierta a Banville está bien fundada: “Escribe mucho más rápido que yo. A una velocidad pasmosa. En un par de meses tiene ya una novela. Y usa computadora. Yo, en cambio, soy lento. Seis o siete oraciones en una tarde son lo que considero un buen día... Black se ríe de mi lentitud y de mi preocupación por la palabra exacta”. Pero lo cierto es que la prosa de Black está lejos de ser descuidada y tiene mucho de Banville pero, también, la atmósfera noir de Hammett y Chandler trasladada a una Dublín ensombrecida por crímenes inconfesables, batallas entre poderosos y humildes, turbias maniobras eclesiásticas e intrigas familiares a desentrañar por un involuntario héroe para quien la solución de un caso público suele acabar traduciéndose en nuevos problemas para su vida privada. A Banville le gusta más el segundo libro de Black que el primero y tiene grandes expectativas acerca de la tercera aventura de Quirke. Banville creó a Black y Black creo a Quirke por insistencia del entonces agente del primero que ahora es, también, el agente de Black. No costó demasiado convencer a un Banville quien, de algún modo, ya venía escribiendo atípicos thrillers como El libro de las pruebas, El intocable y Eclipse. Ingrediente importante en las investigaciones del melancólico Quirke es el viejo Dublín de mediados del siglo XX y no es este Dublín de principios del siglo XXI.
Ahora, Banville camina por las calles cercanas a uno de los canales que rodean la ciudad. Calles que Banville conoce bien porque aquí vivió cuando llegó a estudiar a la ciudad y vivir con una de sus tías en un piso en el que, en invierno, “hacía más frío dentro que afuera”. Banville señala el callejón que aparece en varias traducciones de El secreto de Christine y cruza el pequeño canal en el que pescaba cuando era un niño y suspira: “Poco y mucho ha cambiado por aquí. El tráfico automovilístico está matando a la ciudad. Y ahora nos ha llegado también eso de la desaceleración luego de un boom inmobiliario. Todo está detenido y la mano de obra se marcha a Londres a trabajar en las obras para las Olimpíadas... Pero, de algún modo, Irlanda no cambia y Dublín menos. Tal vez sea una apreciación muy personal, tal vez tenga que ver con el hecho de que nunca superaremos una obsesión por salir de aquí para acabar descubriendo, cuando ya estamos afuera, que difícilmente podremos marcharnos. Lo cierto es que yo creo que no podría escribir en ninguna otra parte. A veces he fantaseado con vivir en alguna región de Italia, por Liguria. Pero son sólo sueños. Necesito a esta ciudad para escribir. Black, seguro, se ríe de todo esto”.
De regreso a su estudio, luego de una caminata puntuada por una ciudad que no deja de hacer guiños literarios –aquí una estatua de Joyce, allá una placa en un pub donde solía derrumbarse Brendan Behan (amigo de Quirke en las novelas de Black), una calle por la que pedalearon los personajes de Flann O’Brien, una casa donde todavía resuena el ingenio de Oscar Wilde– sale el sol y se nubla y llueve y vuelve a salir el sol. “¿Te has dado cuenta? Cuatro estaciones en un día. Esta ciudad es una tortura para un pintor pero un privilegio para un escritor”, comenta Banville.
CUATRO Al día siguiente, en el pequeño museo de la Martello Tower, contemplamos con Banville la reconstrucción –un poco en plan Disneylandia– del recinto en el que conversan Stephen Dedalus y Buck Mulligan y Haine en el amanecer del 16 de junio de 1904, día en que Joyce salió por primera vez con la arrolladora Nora Barnacle. El Bloomsday y todo eso. Banville desprecia ese rito turístico en el que hordas de seres que jamás leyeron o leerán el Ulises (“Ese libro fácil de admirar y difícil de disfrutar”) invadirán Dublín para emborracharse mientras, mapas en mano, siguen el recorrido de Leopold Bloom. En el piso inferior, desde una vitrina, una de las dos máscaras funerarias del Joyce nos mira con los ojos cerrados junto a dos portadas de Time –una de 1934 y una de 1939– en las que aparece Joyce. “Eran otros tiempos... Un escritor de verdad era nota de tapa de una semanario internacional”, me dice Banville. “Ahora, cada tanto, ponen a un escritor. Pero suele ser un escritor más célebre que verdadero. Alguien como ese que escribió Las cenizas de Angela”, comenta. Horas antes, almorzando, Banville es vegetariano desde hace años (“Me niego a comer algo que alguna vez amó a su madre”), me contó que varios años después de la muerte de Joyce, las autoridades del lugar decidieron invitar a los festejos del Bloomsday a su hijo Giorgio. Así que lo llevaron allí, le mostraron la torre y esperaron a que pronunciara unas emotivas palabras por estar en el sitio exacto de uno de los dos más grandes Big Bangs literarios del siglo XX. Parece ser que entonces Giorgio sonrió, agradeció a la concurrencia, dijo que el sitio le parecía hermoso, pero –para pasmo de joycecitas y bloomófilos– añadió algo así como “Lo que no entiendo muy bien es por qué me han traído a esta torre... ¿Pasó algo importante aquí? ¿Hay algo interesante para ver? ¿Qué estoy haciendo yo aquí?”.
Y John Banville –mientras, seguro, Benjamin Black se ríe a carcajadas de él– posa para el fotógrafo poniendo cara de exactamente eso. Cara de para qué vine, cara de cuándo nos vamos. Cara de volvamos a Dublín, por favor, ¿sí?
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