Para Charles Darwin, el viaje a Tierra del Fuego fue la experiencia más importante de su vida. La antropóloga Anne Chapman, probablemente la mujer más especializada en las etnias fueguinas, reconstruye aquel viaje de ribetes fabulosos.
› Por Angel Berlanga
Bahía de Buen Suceso, isla de Tierra del Fuego, 18 de diciembre de 1832. Un chamán haush, grandote, línea roja pintada de oreja a oreja, vincha de plumas blancas, grita y señala desde la costa dónde conviene anclar. El capitán Fitz-Roy, a bordo del “Beagle”, acata las instrucciones. Tres muchachos más grandotes todavía, pintados con rayas negras, acompañan al hechicero. Al hoy más célebre pasajero, Charles Darwin, los sujetos de la orilla le hacen acordar a los diablos de las obras teatrales que se montan en su patria. “Qué lástima que personas tan distinguidas deban estar en semejante estado de barbarie”, acota, todavía arriba del barco, el teniente Hamond. Como bienvenida, el anciano le da a cada visitante una palmada en el pecho, práctica retomada muchos años después por Timoteo Griguol cuando los jugadores de Gimnasia y Esgrima de La Plata salían a la cancha. Enseguida los dos grupos confirman que sus lenguas tienen algunas diferencias y que no siempre hablando se entiende la gente. Los haush sacan, al toque, unas imitaciones bárbaras de los blancos, que se asombran. Luego de la cena un oficial encara un vals y los nativos, ahora ellos asombrados, se enganchan. Pintoresca la imagen de un fueguino en bolas, en la playa, bailando con un marino inglés.
Darwin anduvo recorriendo e investigando por Tierra del Fuego cuando era un jovencito de veintipocos años. “El viaje del ‘Beagle’ ha sido la experiencia más importante de mi vida y ha determinado mi carrera”, escribió cuando ya era viejo. Alude a los desiertos inmensos de la Patagonia, a las montañas boscosas fueguinas y, sobre todo, a aquella imagen de 1832: “Ver a un salvaje desnudo en su tierra de origen conforma un momento inolvidable”. Hizo diversas expediciones por el extremo sur del continente a lo largo de 19 meses; recorrió la pampa protegido por Rosas, y también anduvo por Malvinas y Uruguay.
Anne Chapman rescata las textos de Darwin y Fitz-Roy sobre esas experiencias fueguinas y reconstruye la travesía enfocando principalmente en los encuentros con los nativos. Y como esta antropóloga lleva más de cuatro décadas de trabajo y varios libros publicados sobre las etnias que vivieron en Tierra del Fuego –quizá sea la persona más especializada hoy día en el tema–, su óptica para contar del asunto resulta, además de pertinente, de mucha lucidez.
La imagen pintoresca inicial pertenece a una serie que contiene otras que, sin llegar al despojo, al corte de orejas o a los asesinatos que sobrevendrían unos años después, tienen sus cargas de crueldad y desprecio. Junto a Darwin viajaban Jemmy Button, Fuegia Basket y York Minster, tres fueguinos alakalufes jovencitos que Fitz-Roy había secuestrado en un viaje anterior para “mostrarlos” en Inglaterra y “adaptarlos a la civilización”: venían de regreso con los suyos y el naturalista reconocía que la estadía inglesa no los había favorecido. Darwin se asusta, se asombra, se indigna, se maravilla, se alucina con lo que ve, y Chapman lo va auscultando en sus aciertos y sus pifies, en sus prejuicios y sus intuiciones de avanzada para la época. A pesar de su convivencia amistosa y hasta admirada con “los capturados”, las definiciones del padre del evolucionismo sobre los fueguinos –en especial sobre los yámanas y los haush– tienen una carga peyorativa considerable: atrofiados, miserables, abyectos y así. Los creía caníbales, además. Vio en ellos a los ancestros del hombre, pero hubiera preferido, planteaba, que el eslabón anterior fuera el mono, que le resultaba más noble.
Además de lo histórico y lo antropológico, el libro cuenta una serie de situaciones fabulosas, de esas que luego alimentaron tantas ficciones novelescas. Cinco décadas después para los fueguinos comenzaba el exterminio y Darwin tenía terminada una obra que este año, a 200 de su nacimiento y a 150 de la publicación de El origen de las especies, fue foco de múltiples atenciones. Chapman se suma aquí a eso pero rescata, además, a aquel chamán haush que saludaba como Timoteo y bailaba valses desnudo, en la arena, con un marino inglés.
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