Domingo, 19 de julio de 2009 | Hoy
La muerte de los filósofos narrada por escritores:
una serie de encantadores encuentros post mortem reunidos en un volumen sin desperdicio.
Por Mariano Dorr
La muerte de los filósofos en manos de los escritores
Luis Chitarroni (selección y prólogo)
La Bestia Equilátera
160 páginas
Cuatro piezas de literatura inglesa seleccionadas por Luis Chitarroni (escritor, ensayista y editor) para abordar la cuestión de la muerte de los filósofos. El título –leemos en el prólogo– refiere a una consigna inventada por el propio Chitarroni en su juventud: “¡Muerte a los filósofos, en manos de los escritores!”. Los filósofos mueren y allí están los escritores para ocuparse de esas vidas y esas muertes: “Mueren los filósofos como han vivido, como vivieron, pedestre, pasionalmente –esta es la sospecha; de ninguna manera como los otros, que viven (pedestre, pasionalmente) sin dejar huella de la alianza entre pensamiento y acto en sus pasos, en el curso de los días”, escribe el autor de Mil tazas de té en el prólogo. Haber escrito el Leviatán (en el caso de Hobbes), el Tratado de la Naturaleza Humana (Hume) y la Crítica de la Razón Pura (Kant) no reúne aquí a los autores en torno de una nueva y aventurada historia de la filosofía moderna; lo que interesa no es un capítulo en el desarrollo del pensamiento filosófico sino lo que son capaces de hacer –con sus manos– los escritores cuando se trata de narrar la historia personal, doméstica, de esos creadores de sistemas conceptuales.
La primera de las obras es Una breve vida de Thomas Hobbes, a cargo de John Aubrey (1626-1697), poco más de veinte páginas en las que el filósofo inglés es retratado como un aficionado al tenis (jugaba dos o tres veces al año) y la bebida, aunque no a la borrachera: “Lo he oído decir que creía haberse excedido cien veces en su vida, lo cual, dada su gran edad, no era mucho más que una vez al año. Cuando bebía, lo hacía en exceso para beneficiarse con el vómito, que le era fácil, por cuyo beneficio su ingenio no se veía afectado más que mientras lanzaba, y tampoco se le oprimía el estómago”. La siguiente muerte es la de John Aubrey mismo, en manos de Lytton Strachey (1880-1932). Chitarroni, en una nota al pie de su prólogo, escribe: “Si bien cedimos a la tentación de incluir la vida de Aubrey en la compilación, quien sin duda era un hombre muy sabio, no podemos considerarlo estrictamente un filósofo”. La vida de Aubrey es un encantador puente –del siglo XVII, al siguiente– hacia la muerte de Hume, narrada también por Lytton Strachey. Allí aparece un comentario que, según cuentan, habría hecho la madre de Hume: “Nuestro Davie es un excelente chico, de buen natural, pero tiene una debilidad mental poco común”. Sin embargo, Hume fue quien despertó del sueño dogmático al más genial filósofo de la era cristiana, según palabras del propio Immanuel Kant. El proyecto del editor no podría tener otro desenlace, Los últimos días de Immanuel Kant, el texto de Thomas De Quincey (1785-1859) sobre la muerte de Kant, es –desde todo punto de vista– una obra maestra. El filósofo de los principios a priori del entendimiento puro se complica la vida entre comilonas y pesadillas nocturnas. El deterioro de la vida personal de Kant, su relación con los sirvientes y la importancia de la felicidad de quienes lo rodeaban (como condición de posibilidad de su propia felicidad) hacen de los últimos días kantianos una mezcla de brindis, repartos de regalos y otros caprichos extraordinariamente racionales (al borde de la locura). De Quincey narra con genialidad el pasaje del “gran filósofo” al “poderoso fantasma” que siquiera nota la presencia de sus invitados en la propia mesa del almuerzo. Y es que los filósofos no mueren nunca como quisieran, porque, como dice Luis Chitarroni, “no se muere por necesidad de alguna de las partes (cuerpo, alma: un trance, un pase, un canje) sino que se muere a secas, en las peores circunstancias para consignarlo”.
La filosofía no muere en manos de la literatura, en todo caso sobrevive al encuentro; ahora bien, no podemos decir lo mismo sobre filósofos y escritores. Aquí, más bien, lo que sobrevive es el crimen.
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