Una colección de cuentos de terror moderno, donde lo sobrenatural cede terreno a un realismo de la muerte y el deseo.
› Por Mariana Enriquez
Un dios demasiado pequeño
Juan José Burzi
Edulp
103 páginas
El cuento de horror es poco común en la literatura argentina, y cuando aparece rara vez lo hace en sus versiones más modernas, inauguradas ya hace más de 20 años por Clive Barker y continuada por autores (especialmente anglosajones, por su visibilidad, aunque la tendencia no se acaba allí) como Thomas S. Roche, Christopher Fowler o David J. Schow. El subgénero en los que estos autores se especializan tiene al par deseo-muerte como fuente del terror, y de allí se derivan todos los espantos de la carne, del sexo, la perversión, el cuerpo, la locura. Lo sobrenatural ya no está tan presente: es este un horror visceral, exuberante en su alcance, pero que maneja elementos realistas.
Dentro de esta tendencia se pueden ubicar los siete cuentos de la nueva colección de Juan José Burzi (editor de la revista Los asesinos tímidos), Un dios demasiado pequeño. El libro comienza con el relato “Mil ojos” y allí ya están los indicios del horror urbano y sexual que recorre toda la colección: una mujer entra a trabajar en un bar donde debe posar para deleite de los clientes. Pero no es un club de strippers: las mujeres que posan deben imitar cadáveres, porque son mujeres muertas las que atraen a los clientes, voyeurs perversos, mirantes necrófilos. El cuento que le sigue es “Cuando las rosas caen”, sobre una pareja que sufre un espantoso accidente de auto que lo deja paralizado a él y mutilada a ella. Como en un homenaje extremo a Crash, de J. G. Ballard, los amantes descubren una nueva sensualidad experimentando con el dolor y la ausencia del mismo en sus nuevos cuerpos destrozados, al punto de embarcarse en una fiebre amorosa que se nutre de nuevos tajos y mutilaciones.
Dos de los cuentos del tramo medio –el libro está dividido en tres partes– se apoyan (y abusan un tanto) del fanatismo religioso y el dolor (que Burzi parece deleitarse en describir). Pero el restante, “Reyna”, es notable: una pesadilla grotesca, donde un guarda enfermero de un hospicio pavoroso se prenda eróticamente de una interna que es apenas torso, que nació sin brazos ni piernas. Cierran el volumen dos relatos muy breves: “Un acto privado”, sobre un fetichista del Reich, y quizás el mejor de la colección, “Como gotas de polen”, sobre una anoréxica orgullosa y feliz de serlo, que consideraba como cúspide de lo bello a los cuerpos agonizantes que se consumían en los campos de concentración de la Alemania nazi: “Sus días se orientaban hacia un lento peregrinaje a lo etéreo... Quienes la encasillaban como enferma lo hacían en un intento de comprenderlo... Lo que el espejo le devuelve es la geografía de su cuerpo, un cuerpo reducido al límite de lo esencial”. Este cuento, corto y tenebroso, contemporáneo y realista, se sumerge en el horror como forma de belleza, intuyendo que ese par puede ser un macabro signo de estos tiempos.
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