Cuando los debates académicos acerca del sentido de la literatura parecen haber perdido consistencia e interés en el universo del pensamiento líquido, un libro de Jacques Rancière viene a levantar el viejo espíritu de los ’60 y los ’70 franceses con complejidad y rigor.
› Por Fernado Bogado
La palabra muda
Jacques Rancière
Eterna Cadencia
240 páginas
Esto y lo otro: qué mejor definición de literatura podremos encontrar. No busquemos aquí frases destinadas a dejar a todos contentos: cada intento de definición de lo que sería la literatura en un momento determinado por alguna escuela particular, algún autor, algún crítico o filósofo, encierra en el interior el germen de su contrario. La frase, entonces, contradictoria sin ningún tipo de tapujos, permite también entrar en el campo de la teoría literaria y estética producida en los últimos años, saberes en los que se ha perfilado un estudio que encuentra en la literatura un espacio en donde los contrarios pueden convivir en tensión permanente sin estar necesariamente separados. Desde estas consideraciones, Jacques Rancière revisa en su libro La palabra muda. Ensayos sobre las contradicciones de la literatura cómo se ha pensado, desde el neoclasicismo francés hasta Proust, ese objeto tan conflictivo que desde hace un poco más de dos siglos se ha dado en llamar “literatura”.
El libro comienza planteando los dos polos opuestos de la cuestión: por un lado, la lectura social que siempre ha tenido el objeto literario, aquella que de alguna manera busca la “transitividad”, esto es, que la escritura literaria esté al servicio de mostrar, del denunciar: Jean-Paul Sartre en ¿Qué es la literatura?; pero en cierta medida también Pierre Bourdieu, que propone al autor como un intermediario que plasma en la obra un determinado orden social, o incluso la lectura de un marxismo dogmático, que lee en ella las condiciones materiales de un momento histórico. Por el otro, tenemos el planteo teórico de lo “intransitivo” de la escritura, esa condición casi mística en donde la literatura sólo habla de sí misma y está lejos de hablarle al hombre, o incluso hablar por él. O sea, la literatura como el silencio, la palabra muda que el título acusa: Maurice Blanchot, de este lado, con trabajos como El libro por venir. La fuerte oposición que se marca entre el pensamiento transitivo y el intransitivo no expulsa nunca totalmente a su contrario sino que incluso lleva necesariamente a un intercambio, a una transformación en pos de una difícil y tensa convivencia.
Como todo gran pensador francés, Rancière centra su libro en la Literatura Nacional, pese a que lo comience excusándose de la limitación de su corpus: son contadas las veces en que desvía su atención y pasa a hablar de Cervantes, de Borges –infaltable representante de nuestras letras para Francia– o del Formalismo Ruso, tomando en alta consideración los planteos de Hegel y el Idealismo Alemán. ¿La literatura como patrimonio europeo? Así lo parece, aunque no olvidemos que este debate particular ha tenido su fuerte repercusión teórica en diferentes academias.
Jacques Rancière, oriundo de Argelia, comenzó como uno de los discípulos más sobresalientes de Louis Althusser, colaborando en libros tan importantes como Para leer El Capital de 1965. Volcado luego a la estética, a su obligado cruce con la política, pero también a la pedagogía, Rancière ofrece en este libro una lectura histórica del pensamiento de la literatura, mostrando cómo las contradicciones de la definición del término (o mejor: aquello que hace imposible una definitiva palabra sobre el tema) se han desplegado a lo largo del tiempo, dependiendo de lo que él considera un “modo histórico de visibilidad de las obras del arte de escribir”, o sea, la manera en que las obras literarias se mostraron y originaron discursos teóricos contrapuestos, poniendo así el acento en la objetividad antes que en la relatividad subjetiva.
La palabra muda nos presenta un certero estudio acerca de los movimientos en la comprensión de la literatura que recuerda por momentos al Barthes de El grado cero de la escritura o presenta el mismo afán arqueológico del Foucault de Las palabras y las cosas. ¿Por qué tantas páginas filosóficas volcadas a un objeto tan conflictivo, inclusive, consigo mismo? Es claro: por su grado de indeterminación, de apertura, de secreto, por su contradicción y su conflicto interno, la literatura tiene casi las mismas características de aquel que se ha esforzado por expulsar de sus límites: el hombre.
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