Jazz, Borges, peronismo y otros equívocos argentinos bajo una mirada que busca desenmascarar ciertos pilotos automáticos de la crítica cultural.
› Por Diego Fischerman
La tecla populista
Marcos Mayer
Emecé
212 páginas
Las argumentaciones de Marcos Mayer, en su notable La tecla populista, son transparentes. Y esa transparencia, allí donde lo que se busca demostrar es la falsedad de lo evidente o, con mayor precisión, la no evidencia de la verdad, es, obviamente, paradójica. El tema de los diversos ensayos que componen el libro –y composición es, en este caso, una palabra sumamente precisa– es, en última instancia, la verdad. Una verdad esquiva, muchas veces escamoteada, en ocasiones enmascarada y en la mayoría de los casos oculta detrás de esas obviedades aquí bautizadas como “tecla populista”. Ese botón automático que se pulsa cada vez que la verdadera verdad, con sus inquietudes, se hace presente.
Si el vacío de significado que con frecuencia acompaña la corrección política deriva, como reacción automática, en el culto a la incorrección política per se, Mayer resuelve la ecuación de manera mucho más inteligente. Es decir, sin automatismos. Dice muchas cosas que parecería que no podrían ser dichas pero eso no obedece al mero gesto agitador sino a una necesidad de naturaleza más profunda: cuestionar lo obvio; ir más allá de aquello que conforma al populismo intelectual. Los temas, que van desde la imperfección de las cantantes de jazz hasta la humanidad de los próceres, el plagio, la supuesta relación entre drogas y creatividad –y vida trágica, desde luego–, el placer de las contradicciones o la posición de los historiadores mediáticos, más que objetos a ser desentrañados funcionan como activadores de ideas y discusiones. Mayer no catequiza pero tampoco disimula sus puntos de vista y sus valoraciones.
El subtítulo, Anotaciones sobre música, culturas políticas y otras yerbas, más allá de ese “otras yerbas” que parece un guiño a uno de los íconos del populismo, Arturo Jauretche, autor de un manual de zonceras involuntariamente autobiográfico, conlleva una rareza y es la de situar la música –también lo hace con el humor, ya en el interior del libro– en el campo de las reflexiones y en el menú de la ensayística, del que, en la Argentina, estuvo ausente casi a perpetuidad durante casi dos siglos. Que una canción por Billie Holiday, el estilo de Gillespie o ciertas particularidades de Charly García, como personaje de la industria del entretenimiento pero, también, como músico, se codeen con San Martín, el peronismo, el Che Guevara o los libelos en que se reivindica al terrorismo de Estado.
La tecla populista se inserta en la mejor tradición ensayística argentina pero lo hace salteando algunos de sus errores constitutivos. En principio, no es un libro que oculte la intención de legitimar nada. No es, como la mayoría de los tratados en que los intelectuales argentinos buscaron reflexionar acerca de lo que los preocupaba, un texto de barricada. No pone el énfasis en la edificación de líneas que separen el bien (algún bien) del mal (algún mal). En cambio, encuentra, sin grandilocuencia, una suerte de argentinidad velada, presente en las maneras en que Borges pensó a su país pero, también –y sobre todo– en las formas en que la Argentina lo pensó a él. El capítulo sobre Borges (“Borges recargado”), en todo caso, no es sólo uno de los momentos más logrados del libro sino que se convierte en una especie de núcleo que encierra, en escala, al libro en su conjunto. Un conjunto, por otra parte, que, más allá de la unidad que le da una prosa de inusual elegancia y precisión, se estructura a medida que va siendo leído y se revela como totalidad recién en el momento en que concluye.
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