Domingo, 25 de octubre de 2009 | Hoy
Kamikazes, tigres tamiles, miembros de Al Qaida y otras formaciones guerrilleras y religiosas recurren a las misiones suicidas. Varias de ellas son analizadas en un libro que aborda sin prejuicios toda la complejidad de un tema donde la vida y la muerte son el centro de la política.
Por Santiago Rial Ungaro
El sentido de las misiones suicidas
Diego Gambetta (compilador)
Fondo de Cultura Económica
461 páginas
A pesar de tener en su origen a un hombre que aceptó voluntariamente morir crucificado, nuestra cultura occidental ha desarrollado una negación hacia la muerte. A nadie le interesa sacrificarse por su país, ni por su religión, ni por su raza o grupo de pertenencia. Hoy por hoy, en nuestra cultura, la idea de morir voluntariamente por una idea parece ridícula, ingenua, absurda. Pero no pasa lo mismo en todo el mundo. El sociólogo Diego Gambetta y otros ocho investigadores provenientes de ámbitos académicos han esbozado una introducción a esa sangrienta y humeante materia que son las misiones suicidas.
Cada capítulo abarca un caso: los kamikazes, los tigres tamiles, los palestinos, Al Qaida, se van analizando con cierta autonomía, apenas unida por el deseo de cuantificar los casos. Y pronto los investigadores se encuentran con que sus herramientas son insuficientes para descifrar la calidad de cada muerte. Y aunque los muertos no hablen, la tendencia en las misiones suicidas de las últimas décadas es la de dejar un video póstumo, una forma macabra de videoarte que en general demuestra la necesidad de todos los autoinmolados de no ser confundidos con meros asesinos, de dejar con sus “explosiones sagradas” (nombre que se les da en algunos países musulmanes para maquillar su carácter suicida, expresamente prohibido por el profeta Mahoma) un mensaje.
Hay muchas razones para decidir morir para matar: desde la muerte del líder cingalés Balansinghan (en Sri Lanka), cuyo objetivo fue vengar el incendio de la Biblioteca de Jaffa en 1981, en el que se perdieron 90 mil volúmenes de libros, archivos históricos tamiles irreemplazables, hasta la lógica funcionalista de ciertos jeques más pragmáticos que justifican las misiones suicidas según su eficacia militar, pasando por el acto terrorista emblemático del 11-S, estas inmolaciones apuntan justamente a un plano simbólico, cuyo alcance es local y a veces también global.
Esta “ética del escorpión” de matar para morir ha ido siempre de la mano de una “estética”, de un discurso con ribetes místicos, una perturbadora poética del fuego destructor.
Lo cierto es que estas misiones siempre coinciden con una situación de opresión: las misiones suicidas sólo aparecen cuando la guerra entre un Estado y otro se vuelve asimétrica. Son el último recurso: un tipo extremo de guerra de guerrillas a las que se apela en situaciones desesperadas, extremas. Es sabido que Occidente destruyó pueblos enteros en nombre de su “progreso”, su “democracia” y su supuesta superioridad. Pero también existen fanáticos pseudo religiosos que convierten en carne de cañón a jóvenes que en general no saben qué hacer de sus vidas, ideólogos de estas misiones, que educan, forman, arengan y hasta se diría hipnotizan a los voluntarios para asegurarse su eficacia, seres que desde su institucionalización del rencor han ido desarrollando, particularmente en las tradiciones chiítas, una glorificación del martirio suicida.
Claro que la arenga del “choque de civilizaciones” también es, como toda simplificación, peligrosa: hay un abismo entre el discurso de Pirabakaran, líder de los tamiles en Sri Lanka que siempre evitó atacar a la población civil, y el de Bin Laden. Y su muerte, hace apenas unos meses, lo ha convertido en héroe nacional.
Aunque la diferencia entre un ataque suicida o una misión de alto riesgo sea muy sutil, hace falta llegar al capítulo dedicado a las misiones suicidas que no matan para comprender que, al final de cuentas, existe una alternativa para una acción política a través de la no violencia (en este caso hacia los demás). El suicidio del budista vietnamita Thich Quang Duc, que se roció de petróleo y se prendió fuego manteniéndose en posición de loto, dejándole una nota al presidente Dem y pidiéndole que tenga “amabilidad y tolerancia para con su pueblo y aplique una política de igualdad religiosa”, es un ejemplo de eso.
Y es que el hartazgo que genera la violencia (que cuando se excede termina por perder su poder) es algo que los fanáticos (judíos, norteamericanos, islámicos, budistas, cristianos o argentinos) evidentemente no pueden comprender. En definitiva, todos nos vamos a morir. El asunto es cómo. Y ya lo dice el refrán: mejor solo que mal acompañado. O lo que es lo mismo: mejor morir solo que acompañado por El Mal.
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