Dom 13.12.2009
libros

Para morderte peor

Con el apellido del bisnieto de Bram Stoker como carnada, la mano de Ian Holt como anzuelo y el aval de la catedrática Elizabeth Miller como caña llega una idea audaz con que el mercado editorial aspira a pescar por igual a los lectores de bestsellers y de literatura decimonónica: Drácula, el no muerto, una continuación de la historia del conde transilvano. Pero colmillo que ladra no muerde.

› Por Rodrigo Fresán











Drácula, el no muerto
Dacre Stoker e Ian Holt
Roca Editorial
442 páginas

La idea de echar campanas y estacas al vuelo para anunciar una “continuación” de Drácula tiene algo de conmovedor y de absurdo. Es que pocas cosas han sido tan virósicas y contagiadoras y generadoras de variaciones y secuelas y reinterpretaciones de todos los sabores y factores sanguíneos como la novela del irlandés Bram Stoker de 1897 –el “morded y multiplicaos” está en el ADN del vampiro– y ya su dueño original, de forma póstuma y por astucia de su viuda, había inaugurado el síntoma con el relato “El invitado de Drácula” (1914), del que nunca se ha llegado a precisar del todo su condición de out-take o de bonus-track o de capítulo uno de secuela.

De ahí que la noticia sería verdaderamente destacable si el nuevo Van Helsing literario puesto a perseguir a la gran novela de capa y estaca hubiera sido alguien como Stephen King (quien americanizó el mito en su Salem’s Lot), Peter Straub (para mí el más y mejor dotado para semejante empresa), Dean Koontz (quien hizo lo suyo con una demencial y regocijante revisión de Frankenstein), Kim Newman (quien rescribió la historia universal con la sanguínea saga que se inicia con su Anno Dracula) o, en esta época crepuscular, alguien como la muy poco interesante pero comercialmente perfecta Stehephenie Meyer. Pero no. Los candidatos elegidos han resultado ser el “especialista draculino” Ian Holt y –en letra más grande y por prepotencia de cotizado apellido– el sobrino bisnieto y alguna vez preparador del equipo olímpico de pentatlón canadiense Dacre Stoker.

Y allá van y allá vamos.

Y lo cierto es que, en principio, la cosa tiene la gracia de la mejor fan fiction y recuerda un tanto a aquellos pastiches sherlockholmesianos de Nicholas Meyer donde el detective de Baker St. unía fuerzas con Sigmund Freud. Con prosa funcional y sin adornos –digámoslo, el primer Stoker tampoco era lo que se dice un estilista, aunque sí un brillante administrador del tempo dramático y de la omnipresente ausencia del monstruo–, el descendiente y su cómplice nos devuelven a las vidas de Mina Harker & Co. veinticinco años después de aquel final en los Cárpatos. Y Stoker y Holt no se andan con demasiadas vueltas ni se meten en grandes complicaciones: descartan casi de entrada el trabajado y admirable formato docu-epistolar de muchas voces y firmas del original y nos zambullen, linealmente y en línea recta, en una trama un tanto alocada. Allí, destacan los toques metaficcionales (todo sucede mientras se monta una versión teatral de Drácula a cargo del mismísimo Bram Stoker), se cruzan cruces ya invocadas en otras ocasiones (la “vampira invitada” Elizabeth Bathory y la siempre funcional y multiuso sombra de Jack El Destripador), se hacen guiños y gracias un tanto torpes (ese Doctor Langella, ese Sargento Lee al que, afortunadamente, no se les suma ningún chef de nombre Lugosi), se espolvorea todo con prestigiosos nombres reales (Charles Chaplin, John Barrymore...), se cruza varias veces el Canal de La Mancha y, last but not least, se proponen varias innovaciones y enmiendas a un mito que no las necesitó nunca y sigue sin necesitarlas.

Digámoslo así: de las tres “sorpresas” que propone Drácula, el no muerto, dos son perfectamente predecibles y adivinables para un lector medianamente curtido en estas lides. La tercera de ellas resulta, en cambio, imposible de anticipar por todas las razones incorrectas. Es decir: es ridícula, injustificable y del todo inverosímil. Por motivos obvios no la comentaré aquí. Sólo diré que es el equivalente a que la pastoral vida de Heidi se continuara con la niña asesinando a Pedro y al Abuelito para enseguida ponerse al servicio de Adolf Hitler como asesina en serie de noche y actriz favorita de Leni Riefenstahl de día.

Un prescindible último chiste con “Titanic” incluido remata la empresa y –paradójicamente o no– lo mejor de todo llega con las páginas de notas finales (varias de ellas, las más “divertidas”, por algún motivo ausentes en la edición española) y agradecimientos a cargo de los dos verdaderos monstruos de este libro. Allí Dacre Stoker y Ian Holt –amparados y bendecidos por Elizabeth Miller, catedrática especializada en las idas y vueltas del inmortal transilvano– explican, o más bien confiesan, con todo detalle, cómo se gestó esta empresa y cómo resolvieron “con sentido del deber y responsabilidad familiar” reclamar los derechos legales del vampiro en cuestión y hacer realidad “un sueño de años”. Allí, Stoker y Holt se presentan como justicieros; pero lo cierto es que suenan demasiado parecidos a los personajes de Los productores de Mel Brooks y, por pudor, omiten el detalle que esta labour of love les ha significado un ingreso de un millón de libras esterlinas en sus cuentas bancarias y una adaptación cinematográfica en trámite. No hay problema. Todos los mercaderes tienen derecho a reclamar su litro de sangre; pero se desearía que lo hicieran con un poco más de gracia y elegancia y no mostrando tanto los colmillos.

Leyendo estos apéndices de Drácula, el no muerto uno no puede evitar pensar que es aquí donde está la mejor auténtica continuación, la verdadera posibilidad de una gran novela. Saul Bellow o Robertson Davies –El legado de Stoker, El primero en discordia– podrían haber escrito algo magistral con las vidas y la obra de estos dos pícaros chupasangre, pienso.

Mientras tanto y como siempre, desde hace tanto tiempo, el Conde Drácula sigue sin descansar en paz.

Pero después de todo esto, seguro, duerme mucho peor.

A no olvidarlo nunca: no tomarás el nombre de D. en vano.

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