Domingo, 10 de enero de 2010 | Hoy
Cuando los padres son hippies, los hijos casi seguramente saldrán disparando en direcciones bien diferentes. En la novela de Maxine Swann se abunda acerca de la cuestión.
Por Fernando Bogado
De las muchas palabras que existen para hablar del crecimiento, del pasar de edades para languidecer y morir, la más amena y reconfortante es la de “florecer”. Esa palabra y sus derivados, de los cuales el más interesante es el de “madurar”, eso de convencerse y decir que la vejez es sólo el pleno estado de una persona “madura”, como un fruto, con el sabor más concentrado. El conflicto de edades, el crecimiento y la vegetación; el envejecer y el morir –o aprender de la muerte–: cada una de las pequeñas flores que constituyen el último libro de Maxine Swann, Niños hippies, logra alimentarse de estos temas como si fueran el rancio abono con el cual puede construirse una guirnalda de relatos que, sencillamente, florecen. La historia trata de cuatro niños criados en una casa situada en medio de un bosque, separados de todo lo que correspondería a las figuras de autoridad y represión que sus padres rechazan enérgicamente. Ni la desnudez, ni las plantas de marihuana, ni la vida sexual o lo que se ejecuta sin ningún pudor en el inodoro; nada se convierte en un secreto para ellos, ni siquiera el conflicto marital decisivo en sus vidas que termina en el divorcio de sus padres. A partir de allí, lo que se intuía como un mundo idílico en los primeros párrafos del relato que da título al libro empieza a enturbiarse a medida que se sigue el crecimiento de los niños: el padre se revela más y más impotente, frustrado, aniñado; la madre parece adquirir un comportamiento frío y en alguna medida ausente, frustrada ella a su manera por la falta de conexión con su propia madre.
Swann presenta en Niños hippies una serie de relatos que se organizan como si fueran capítulos de una novela, pero que terminan siendo cuentos por su grado de concreción y su funcionamiento autónomo (un relato vuelve sobre hechos mencionados en otro, pero aportando la información necesaria como para evitar que el lector tenga que volver hacia atrás para entender de qué se está hablando). Esa libertad le permite cierto juego de reflejos entre un episodio y otro: el de apertura se conecta con el de cierre, a aquel que se concentra sobre el personaje del novio de la madre le sigue uno en el que la figura de atención es la novia del padre, etcétera. Sin embargo, en un segundo plano, esta especie de relevo sobre lo que les sucede a los verdaderos hippies del texto (los padres, hippies por elección) empieza a funcionar como marco de pequeñas situaciones en donde los niños (hippies por imposición) adquieren conciencia de algo que los obliga a crecer. Ahí se ubica uno de los puntos más críticos del libro: si los padres abandonaron el mundo de las reglas de sus respectivos progenitores, los hijos, a medida que crecen, buscarán con desesperación la normalidad, el orden, la instrucción del libro antes que la vitalidad de una existencia sujeta pura y exclusivamente a las opiniones individuales. El gran problema es que, por momentos, los niños se convierten en esa autoridad que mamá y papá creen haber desterrado de sus vidas. Digámoslo rápidamente: se les da vuelta la tortilla.
Maxine Swann, autora de Chicas serias (publicada en castellano en 2005), quien borgeanamente se recibió con una tesis sobre el estilo de Proust en la Sorbona, sostiene –como sospecharíamos– que cualquier relato tiene esa variación exacta entre imaginación y memoria, afirmación que permite revisar Niños hippies casi como un documento biográfico. Residente en la Argentina desde 2001, su anunciada próxima novela, Los extranjeros, promete ahondar en estos últimos años en el país.
Maeve, la segunda niña del grupo de cuatro compuesto además por Lu, la mayor, Tuck y Clyde; los Flower children del título en inglés, del cuento original de 1997 del cual el libro es una expansión, funciona en algunos momentos como la voz narradora que admite esta conexión entre autor y personaje. Es hacia el final del libro en donde esta unión peligrosa, ese tono entre melancólico pero no por eso menos milimétricamente descriptivo del pasado alcanza su clímax: las niñas son introducidas en el terreno del amor y la muerte en el mismo momento, con la misma situación, “madurando” a duras penas, aprendiendo que, para los terrenos de Eros y Tánatos, algunas veces, se compran las mismas flores.
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