Domingo, 31 de enero de 2010 | Hoy
Actriz de teatro independiente, la inglesa Jenny Downham eligió la muerte inminente de una adolescente por una enfermedad terminal como centro de su primera novela.
Por Alicia Plante
Jenny Downham
Salamandra
315 páginas
Por supuesto sus razones habrá tenido la autora para escribir esta primera novela desde la voz, el pensamiento y las sensaciones de una chiquilina de diecisiete años, que a lo largo del libro se va muriendo de leucemia. No es su caso, Jenny Downham no está enferma y vive con sus dos hijos en Londres, la ciudad donde estudió Arte Dramático y en la que trabajó como actriz en teatros del circuito independiente. Y resulta curioso, ¿no?, que alguien sin declarados problemas de salud haya elegido un tema tan doloroso. No obstante, no es de lamentar su decisión, porque de su narración cabe expresar casi solamente elogios.
El personaje principal, Tessa, es absolutamente creíble. También lo son su familia –padre que dejó el trabajo para ocuparse de ella, madre que los abandonó años atrás y que reaparece gradualmente, y Cal, el pequeño hermano de once años–. Ese entorno gravitante incluye a dos personajes ajenos a la familia: Zoey, su amiga del alma, y Adam, el vecino de al lado, que cumplirá un rol esencial en la historia. Están además Philippa, la enfermera que acude a ocuparse de Tessa cuando surgen problemas, y James, el médico.
Una única objeción importante se desprende de la lectura, aplicable a todos los personajes que rodean a Tessa, si bien quizás en mayor grado a Cal, el hermanito, a causa de su corta edad. No es concebible que un grupo de personas de variada personalidad y antecedentes manifiesten tal soltura y naturalidad frente a la muerte más o menos inminente de alguien muy querido y muy joven.
En un momento dado Cal, un buen chico que ama a la hermana y la considera su gran compinche, se siente defraudado por una decisión de ella y desde el enojo le dice cosas de un grado enorme de crueldad. No hay aquí sentimientos de culpa ni de compasión ni de espanto que le cierren la boca o lo obliguen a volver atrás. Y sólo concebir que la flema británica puede, en cada personaje, producir tan notables diferencias culturales frente al hecho de la muerte, nos sume en la perplejidad. Zoey también incurre en grados de sinceridad francamente impiadosa y todos en general toman con una naturalidad irreal el hecho de que la enfermedad de Tessa haya avanzado de golpe y ya se la considere terminal.
Pero es muy a pesar de esto que el libro de Downham conmueve y se lo puede considerar verdadero: haciendo equilibrio sobre ese hilo tan delgado y frágil que separa lo bueno, lo aceptable, de aquello que roza lo feroz y descarnado, los personajes parecen haber dejado atrás todo mecanismo represivo para expresarse desde un puro inconsciente. Casi tenemos la impresión de que ni la autora ni la enferma ni su entorno tuvieran tiempo para perder en convencionalismos. El riesgo, por supuesto, es que al perfilarse esta situación dentro de una propuesta de realismo extremo, se manifieste la incompatibilidad entre el conflicto y el modo de vivirlo. O morirlo.
El tema de la novela parece ser la muerte, cada palabra tiene relación con ella como perspectiva, como realidad, aquí no hay fantasía, Tessa se está muriendo de verdad y ella es la más asombrada. Pero en sus esfuerzos para aceptar el hecho y para vivirlo con los ojos bien abiertos, se conecta –y nos conecta, aunque sea fugazmente– con la médula de la vida, con el miedo concreto a los gusanos y a no dejar ningún rastro pero también con el placer y la alegría. Y ese recorrido que la lleva del sexo al amor, de la pena a la tentación de transgredir, ya sea con drogas o robando, pero buscando en todo momento ser libre –¿de la muerte?– nos compromete emocionalmente porque quizá Tessa hace, sin tiempo ni tregua, lo que haríamos nosotros, en carne viva hasta en la sencilla puerilidad de pasar dos veces una puerta giratoria para homenajear a su inventor. Y esa búsqueda de la esencia vital la llevará a cumplir uno por uno con los diez puntos de su lista de cosas que debe hacer, no para encontrar el sentido profundo de la vida ni para rozar el manto de Dios, sino tan sólo para que vivir haya valido la pena de morir.
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