Dom 28.03.2010
libros

Un mundo de sensaciones

› Por Mariana Enriquez

Fabio Morábito nació en Alejandría (Egipto) y vivió en Italia hasta los 15 años, cuando su familia se mudó a México. Es poeta y narrador y el primer libro de cuentos que se conoció en Argentina fue La lenta furia, publicado originalmente en 1989. Casi veinte años separan aquel libro de esta nueva colección de relatos, Grieta de fatiga. Y el cambio es evidente aunque sutil: casi es un desplazamiento. En La lenta furia, los relatos parecían transcurrir en una zona limítrofe de la realidad; no todos eran cuentos fantásticos pero muchos empujaban hasta el límite el verosímil: eran cuentos extraños, muy peculiares, narrados en un estilo límpido.

Grieta de fatiga comienza con dos relatos que podrían haberse incluido en La lenta furia: “Huellas”, sobre un estudioso de los pies que elucubra a quiénes le pertenecerán las pisadas que ve en la arena, y “El gesto”, sobre una familia tan apegada que se mueve como un organismo único. Pero rápidamente Morábito abandona ese paisaje de lo curioso y se interna en relaciones humanas desconcertantes, como desenfocadas. Hay personajes y situaciones que se repiten: un mundo de lenguaje con escritores que son corregidos o se sienten fracasados, correctores que dudan, snobs paralíticos, mujeres secretamente poderosas, crucigramas, diccionarios; y por otro lado, un mundo de experiencias con niños que se hacen hombres después de experiencias traumáticas en grandes espacios tenebrosos que de alguna manera prefiguran la adultez –o la noche de la infancia– (un parque de diversiones, un cementerio), empleados de hombres de negocios que se dejan humillar ante la posibilidad de trepar, hoteles donde los personajes se fugan. En esta última serie se encuentra quizá el mejor cuento: “La vuelta a la manzana”, sobre un gerente de provincias que está a punto de obtener un ascenso pero bajo la condición de sin saberlo, seducir a la hija del dueño de la empresa. Los tres cuentos finales son completamente distintos al resto, en tema y estilo –tratan sobre la selva, la Edad Media y Grecia–, con un tono absurdo que se pone serio de pronto (un movimiento muy propio de Morábito): el mejor de ellos, “Micias”, imagina la vida de un guerrero griego que quiere vivir dentro del caballo de Troya –se arma allí una casa– en una trama casi borgeana. Los cuentos de Grieta de fatiga muestran la amplitud y los matices de los que es capaz Morábito, y revelan su mundo privado, con obsesiones que de tan propias resultan extrañas.

El año pasado, Morábito publicó su primera novela, Emilio, los chistes y la muerte. Transcurre casi íntegramente en un cementerio, y el protagonista es un niño de doce años que está leyendo cada lápida buscando su nombre y no deja que nadie lo pronuncie –se llama Emilio–, y cree que “los muertos, ávidos de nombres nuevos, si escuchaban un nombre que no tenían, harían todo lo posible para que la persona con ese nombre muriera”. Allí conoce a una mujer llamada Eurídice, que lleva flores a su hijo muerto. Y ambos tienen un acercamiento que tiene mucho de camaradería y mucho de sexual. Emilio, los chistes y la muerte es una novela de iniciación que sigue pasos formales habituales (los ritos de pasaje, el crimen del padre, el abandono de la madre, los descubrimientos sexuales ambiguos) pero en un ambiente y un clima muy perturbador, entre vegetación salvaje, grietas subterráneas, tumbas con nombres cambiados, masajistas que agrandan el recto de sus pacientes para que puedan tener sexo anal, mujeres que se desnudan en los bordes del cementerio para poder orinar en libertad y otras situaciones bizarras. El estilo claro y preciso de Morábito contrasta con cada pasaje abigarrado de detalles morbosos y hasta cómicos. Una novela que es un fruto excéntrico, inclasificable, y por eso mismo un tanto aislado de cualquier tradición.

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