En Arbol de familia, María Rosa Lojo cultiva una curiosa forma de la novela familiar: relato autobiográfico que no deja de lado la más pura ficción, reconstruye los caminos del exilio español de forma íntima y con mirada colectiva.
› Por Omar Ramos
El exilio, el irse del país de origen y sufrir la nostalgia, es el sentimiento de encontrarse en una tierra que no es la propia, dejando atrás un pasado, casi siempre doloroso, con la apremiante necesidad de aprender un nuevo idioma, también costumbres y normas ajenas y sobre todo adquirir la fortaleza necesaria para enfrentar la lejanía de los afectos que quedaron en la patria y tratar de alcanzar un arraigo que muchas veces se torna utopía. Este es el tema de la novela Arbol de familia, de María Rosa Lojo, destacable escritora argentina de obras literarias y académicas, hija de padre gallego y madre castellana, emigrantes que arribaron a estas tierras como tantos otros españoles impulsados por las consecuencias de la guerra y la miseria.
La voz narradora de la protagonista es la de la propia autora, que relata su genealogía remontándose hasta los tatarabuelos de una familia marcada por las disputas entre ateos y creyentes y los bandos nacionales y rojos de la Guerra Civil que condujo al exilio. Los personajes, ricos en matices, están construidos con un agudo instinto de observación y hondura psicológica, que excluye el lineal estereotipo de un costumbrismo convencional. Antón, el padre de la protagonista, es un rojo que termina convirtiéndose en un hombre del caudillo Barceló, el célebre conservador intendente de Avellaneda, la “ciudad gallega” más importante del planeta al decir de la narradora. El tío cura y sus deslices lujuriosos; el maestro que por un lado quiere casarse y por el otro mantener a su amante hombre; el primo Rafael, un bígamo, con una mujer en Galicia y otra en Argentina, con ambas casado por civil y por iglesia; doña Ana, la madre de la narradora, quien después de perder a su novio en “una razzia roja por ser fascista y chupacirio”, se casa con un rojo.
El lenguaje de estas historias de precisas descripciones de época y continua acción resplandece por la calidad del registro poético y conforma un entramado de relatos familiares de indudable filiación autobiográfica convergentes en la voz unitaria de la autora, la hija de doña Ana y Antón, el rojo, quien cuenta muy poco de sí misma, salvo los sentimientos hacia su padre, un socialista que no quería que todos los seres humanos fueran igualmente pobres sino por el contrario, como Evita, aspiraba a que todos fueran ricos. También la narradora sigue escuchando la voz de su madre por los pasillos y cuartos de la casa, buscando sus huellas para erradicar el olvido y eternizar el amor filial empañado por un suceso trágico.
Tras la minuciosa descripción de los ascendientes, de los tíos, primos y la dolorosa mención de su hermano y del retrato de los objetos de indudable valor afectivo –la muñeca de porcelana que se hace añicos al caerse de la cama, el peinetón y la peineta de carey con el que la narradora actuaba en el colegio en las fiestas del 25 de mayo, “donde paradójicamente se conmemoraba nuestra independencia del yugo español”–, subyacen las dos Españas. Por un lado está la España de Alfonso XII, Franco y los nacionales y por el otro la de la República, los rojos y el Partido Socialista Obrero, enfrentadas hasta la muerte durante una de las épocas que describe la autora.
Otro de los nudos de la trama es el “Paraíso Perdido” con el que irremediablemente debe enfrentarse el inmigrante que, según se dice, “tiene el recuerdo y el peso del extrañamiento”, como el castaño que plantó Antón en el jardín de Castelar y dio frutos malos. Sólo fue nostalgia, ese mandamiento que llevan los hijos y nietos de inmigrantes. Para los exiliados que nunca terminan de arraigarse el sueño siempre es inconcluso: “¿Era la vida otra cosa que un querer irse y lamentarse por no haberse quedado, y volver a partir y añorar nuevamente lo que se dejaba atrás?”.
Pero el hijo del exilio puede responder a la pregunta que le hace el tío Benito a la narradora: “¿Por qué no volvéis ahora vosotros?”. “No podemos volver porque nunca partimos”.
Arbol de familia trasciende la madeja de historias familiares que dan respuesta a la identidad española y argentina de la autora para hacerse extensivo a los millones de argentinos hijos y nietos de inmigrantes que todavía hoy buscan una identidad que los refleje como nación. Tal vez sea necesario para ello recordar que no sólo descendemos de los barcos sino que el otro cincuenta por ciento de argentinos, y a lo mejor más, tiene sangre mestiza como tantos latinoamericanos.
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