Dom 08.12.2002
libros

Un destino sudamericano

Presentaron De perlas y cicatrices Luis Gusman, Roberto Ferro y Fernando Noy. María Moreno hace lo propio desde las páginas de Radarlibros.

POR MARíA MORENO
De perlas y cicatrices se organiza en una suerte de ramos florales cuyas fronteras temáticas y estilísticas son difusas puesto que Lemebel (¡qué risa dan en su caso las resonancias de este adjetivo!) es un “cronista orgánico”: “Sombrío fosforecer”, “Dulce veleidad”, “De misses, reinas, lagartijas y otras acuarelas”, “Sufro al pensar”, “Relicario”, “Quiltra lunera”, “Flores plebeyas”, “Relamido frenesí” y “Soberbia calamidad, verde perejil” son los nombres de las secciones de Perlas y cicatrices. Parecen puro goce de bautizo, como el que el autor desplegó al elegir el apellido materno para firmar sus obras, o tal vez picaresca artesanal para dar consistencia a lo que nació como fragmentario, cotidiano y oral: las crónicas de Perlas y cicatrices son crónicas dichas por Lemebel a lo largo de dos años en el espacio “Cancionero” de Radio Tierra de Santiago. Escraches de lamé, invectivas plebeyas, retratos y tributos al santoral laico popular y miniaturas geográficas conviven en una prosa que ha canibalizado todos los géneros hispanoamericanos para retrazar el mapa de Santiago, convirtiendo la crónica en justicia poética.
No hay en esta selección disociaciones entre la denuncia social, el epitafio colectivo y la voluntad estética, como no la hay entre perlas y cicatrices. Ya que la perla misma es una cicatriz de la ostra, ponzoña de nácar que petrifica lo que no puede borrar.
Después de Roland Barthes, nadie como Lemebel para extraer la sustancia mayor de lo nimio, su soporte económico político; nadie tan capaz como él para descubrirlo hasta en los distintos modos de la nieve en los picos de los Andes: “Lo que en una parte de la ciudad es un maná estético y gratuidad deportiva, en otra se transforma en drama y destrucción. El mismo aletazo que arranca de cuajo el techo de algunos, para otros es un cubo de hielo que cruje en whisky entibiado por la chimenea. El mismo sobresalto de las goteras, en la Parva es un bostezo felino que mira con cristales ahumados caer copos tras las ventanas”. O en la enumeración caótica de los cultivos balconeros de los humildes: “Tarros, bacinicas y teteras donde las viejas cultivan plantas pobres, esos cardenales y suspiros, esos mantos de Eva, esas plantas espinudas que sobreviven pese al meado de los volados, las chinitas y las matas de ruda y toda esa ordinariez de jardín rasca”.
EL NEOBARROSO en cuestión
En un artículo titulado “Testimonios de los sobrevivientes”, Héctor Schmucler planteaba cómo en el interior de los grupos revolucionarios de la década del setenta en la Argentina persistía la escisión capitalista que separaba a los ideólogos de los hombres de acción, a los que desean y a los que luchan, a los que desean transformar la subjetividad y a los que intentan tramar colectivos.
Ese modelo fragmentador se inscribió en los géneros del periodismo del período democrático a través del trabajo de algunas figuras ligadas a la militancia, con la evidente hegemonía de la investigación y, dentro de ésta, la de las violaciones a los derechos humanos. La prosa de prensa separa –en crónicas de color, columnas especializadas, análisis político, zonas de entretenimiento– a los que piensan de los que narran, a los que interpretan de los que levantan testimonio. La estrella pasó a ser el cronista en peligro, como garante del cumplimiento de la ley jurídica, donde el periodismo se homologa a periodismo político, la verdad coincide con la sentencia y el estilo y, aunque no renuncie al rasero literario marcado por Rodolfo Walsh, instala un ademán ascético y apolíneo como si adoptar una lírica modernista para los derechos humanos fuera una violación de los mismos en el corazón de una lengua herida a través de las nuevas acepciones de la palabra “desaparecido”.
Como si para contar ciertas cosas hubiera que renunciar a los goces de la retórica y el uso del español debiera limitarse, en una suerte de voto de abstinencia, a su función instrumental a la manera de un ritual deduelo que no cesa. Entonces uno se pregunta qué humus de izquierda produjo una figura como la de Pedro Lemebel, capaz de describir a Claudia Victoria Poblete Hlaczik en los siguientes términos: “Al mirar su foto y leer su edad de ocho meses al momento de la detención, pienso que es tan pequeña para llamarla Detenida Desaparecida. Creo que a esa edad nadie tiene un rostro fijo, nadie posee un rostro recordable, porque en esos primeros meses, la vida no ha cicatrizado los rasgos personales que definen la máscara civil. (...) Desde qué sueño infantil recuperarla sobresaltada, bruscamente despierta por los bototos pateando la puerta. Los enormes zapatos que entraron en su mundo pitufo, pisando los juguetes que le tenían sus papis en aquella pascua”.
Es cierto que tenemos un Martín Caparrós como el más visible resistente a que la crónica quede sumergida en las secciones Sociedad o Información General, pero su mirada no deja de ser la de un escritor que también hace crónica, y su construcción como cronista es más la de un cronista viajero a lo Gómez Carrillo, inscripto en la tradición de la crónica como ademán cosmopolita, que la de un cronista popular.
Además, los cronistas porteños aún no han dibujado en su mapa los nuevos sujetos de la ciudad neoliberal: si la crónica fue en principio conquista y luego reconquista, a la Argentina le falta ese nuevo catálogo de retratos populares que no caben en la tasa de la clase o de la denuncia social.
MODERNISMO Y TESTIMONIO
La conexión modernista que preserva Pedro Lemebel, los porteños la perdimos de cuajo en dos momentos. El primero fue cuando la consolidación del Estado a manos de la generación del ochenta y las que vinieron exigió una ficción de ser nacional que patologizó la lírica modernista con la etiqueta de “neurastenia”.
Sylvia Molloy conoce muy bien los versos perfectos del poeta anónimo, autor del “Poema de la pantera” y “La Venus Felatriz” publicados en los Cuadernos de Psiquiatría de José Ingenieros, donde la nota al pie asociaba el despilfarro de tropos a una fiebre antisocial no rentable para el Estado. La pluma del cisne de Rubén desapareció con los textos de Juan José de Soiza Reilly, Enrique González Tuñón o Charles de Soussens, chupados por la luz de Roberto Arlt y recluidos en la categoría bohemia que sepulta la obra debajo del personaje.
En segundo término, la nueva ascética instalada por Borges y el grupo Sur, que marcó aun a sus adversarios ideológicos y que asociaba los fastos del español a la guarangada consumista de nuevos ricos, sirvió para consolidar ideales de economía.
En los orígenes de la prensa porteña del siglo XX, el cocoliche se instauraba como figura pedagógica para poner en su sitio al segregado personaje de la inmigración mediante la carcajada a la que se invitaba al lector a través del uso de un lenguaje inverosímil. Entonces, cronistas como Fray Mocho o Félix Lima opusieron al cocoliche la fonética que trataba de registrar con precisión los modos lingüísticos de los subordinados, mientras les permitía el pasaje a la lengua escrita.
Pedro Lemebel utiliza ese recurso que Carlos Monsiváis organiza como uso impreso del habla cotidiana. Por ejemplo, en el bello “Solos a la madrugada”, que relata el encuentro del cronista con un joven chorro que resulta ser un oyente de Radio Tierra venido de la cárcel: “Me acuerdo de que a las ocho, cuando dan tu programa, adentro jugábamos a las cartas, porque no hay na’ que hacer. ¿Cachai? La única entretención a esa hora era quedarnos callados pa’ escuchar tus historias”. La violencia agazapada de la que da cuenta el texto parece encontrar una conciliación con la entrada del habla forajida del personaje mientras que el cronista evoca a Sherezade: salva la vida porque el sultán malandra lo reconoce por su voz en la radio cuando él leía lo que escribía. Lemebel dictamina como cursi al consumismo de los high life del pinochetismo, mientras que su propia aparente cursilería cambia de signo al convertirse en cita de géneros como el bolero, el dicho popular, el melodrama; o en el uso del cristalizado fraseo popular, donde la lengua no es estilo de un “único único” sino archivo común abierto al público.
Durante una entrevista que le hizo en la radio, Fernando Peña usó su terrorismo burocrático para insultar a Lemebel con el mote de “resentido”, confundiendo una estrategia política de cronista popular con la expresión de un sentimiento.
El resentimiento es, en Lemebel, odio renovado a toda forma de establishment, enrostramiento a los poderosos por sus usufructos sátrapas, perpetrados en nombre de faltos y despojados, exageración metafórica (el quilombo, el escándalo, el llanto y la extorsión como performance de la resistencia).
En los textos de Pedro Lemebel, el resentimiento no habla en nombre del pobre sino que se sitúa al lado, comparte su posición. Que las crónicas de Perlas y cicatrices sean en verdad aguafuertes (instalan un “suele pasar” en lugar de un “pasó”), las despega del imperativo de la noticia y del referente propios del periodismo, aun del llamado “nuevo”, que languideció a partir de 1970.
Si la crítica trazó estratégicamente un Puente de Plata para el neobarroco, ahora se necesita un nuevo Paso de Los Patos para que, por donde pasó el Padre de la Patria de los libros escolares, vuelva la artillería del Pedro Lemebel cronista y nos libere de la parquedad borgeana con capitales metafóricos de la Selva Lacandona enviados por Helena Poniatowska y Carlos Monsiváis.

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