Las sirenas del café
(o “el sueño top model de la Jacqueline”)
Por P. L.
De andar desprevenido dando vueltas por el centro de Santiago, mirando vitrinas y ofertas y más vitrinas con maniquíes tiesos que encumbran la moda veraniega, la moda de temporada o las últimas liquidaciones antes del invierno. De caer en esa hipnosis de la calle céntrica donde se colorea el consumo de las pilchas que lucen las muñecas plásticas de los escaparates. Esos cuerpos androides de risa acrílica y peluca sintética. De mirar a la pasada la vitrina de un café, donde los mismos maniquíes se mueven, se pasean detrás de un mesón mostrando un bosque de largas piernas enfundadas en finas medias y cortísimas minifaldas. Todas bellísimas con sus pelos brillantes y maquillaje de set televisivo. Todas atentas sirviendo cafecitos, complaciendo el voyerismo de los oficinistas que, a la hora de colación, babean mirando este acuario de sirenas en día claro. La tropa de clientes que tienen los Cafés para Varones en el corazón de la capital. Tal vez, una nueva forma de prostitución donde el ojo masculino se recrea recorriendo los cuerpos de estas diosas admirables. Las chicas del café, las aeromozas de la fiebre express, las azafatas de la calentura al pasar, modeladas por las propinas y el mísero sueldo que las expone con sus presas al aire del vitrineo urbano.
Sería fácil condenar este consumo del cuerpo femenino, diciendo que es un refinado puterío de remate público. Sería obvio apuntar con la uña sucia de la moral este negocio erótico de los “Nuevos Tiempos”. Pero las únicas perjudicadas serían las chicas que llegaron a este oficio con sueños de gloria. Las nenas de pobla que ilusionaron ser modelos top, actrices de teleserie, misses de primavera para lucir la ropa de los maniquíes que vieron tantas veces cuando acompañaban a su mamá al centro. Más bien ellas, las hermosas jóvenes proletas; la Solange, la Sonia, la Paola, la Patty, la Miriam, o la Jacque, siempre quisieron ser maniquíes, sentirse admiradas por otros ojos diferentes a la patota de la esquina. Y la meta siempre fue salir del barrio, triunfar, ser otras, estudiar cosmética, maquillaje y modelaje. Desfilar en esas academias rascas que ofrecen Hollywood en tres meses, por cómodas cuotas mensuales. Pero al terminar el rápido curso, después de aprender a pintarse, a caminar como cigüeña y a fabricarse ese alero de chasquilla. Después del pobre desfile de modas que se organiza para la graduación. Luego de sacarse fotos con los papás mostrando el diploma, lo único que queda de ese ilusionado glamour es el diploma y la foto colgada en un marquito. Lo único que recuerda ese sueño de princesa es la foto a color, donde la Jacque se veía tan linda esa noche, sonriendo ingenuamente para la posteridad.
Pero luego, al pasar los meses, al llegar el agotamiento de entregar fotos y fotos y currículos en las agencias publicitarias, al ser humilladas en citas y reuniones con gerentes de marketing que tenían otras intenciones, las bellas Cinderellas guardan el diploma con las cartas de recomendaciones y certificados de liceo. Y sólo queda la foto de graduación en el marquito, mirándolas cuando salen por la puerta con el diario buscapegas bajo el brazo. Porque de pensar su inevitable futuro allí en la pobla; casadas, gordas, llenas de guaguas, maltratadas por el marido, chasconas y grasientas en el oficio doméstico del matrimonio obrero, se deciden por el aviso del periódico que ofrece trabajo a señoritas de buena presencia en el Café para Varones. Y allí, detrás delmesón, a medio vestir con el taparrabo que usan de uniforme, pintándose las uñas y retocándose continuamente el maquillaje; siguen soñándose modelos top cuando caminan tras la barra para servir el cafecito. Siguen modelando para el ojo masculino que las desnuda a distancia. Mientras se arreglan los visos dorados de la tintura barata que les corona el pelo, las chicas del café siguen posando, como sirenas cautivas, en el acuario erótico del comercio peatonal.
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