Veinte años después de escribir sobre el subte, Marc Augé volvió a bajar las escaleras y descubrió un mundo encantador y un tanto asfixiante, lleno de signos vívidos y gente desconocida.
› Por Mariano Dorr
En 1986 se publicaba en Francia El viajero subterráneo: un etnólogo en el metro, del antropólogo francés Marc Augé (autor de una veintena de libros; entre ellos, el célebre Los no lugares), por eso la revisita al metro lleva como subtítulo El viajero subterráneo veinte años después (la publicación en francés es de 2008). La mirada del etnólogo sobre la red de subtes la hace aparecer como un símil del mapa de una novela. Al mismo tiempo, el metro genera cada día el despliegue de un mundo de signos: “Es una buena metáfora de la obra literaria, etnológica o de cualquier otro tipo. El también perdura; desde hace mucho tiempo se desliza por los mismos túneles, revisita varias veces al día los lugares importantes de la capital y de la historia. Insiste, repite. Se repite una y otra vez, pero esto no le impide cambiar, incluso drásticamente. Con el tiempo, el metro no envejece sino que rejuvenece: más silencioso, mejor iluminado, sorprendería a quien resucitara de los años previos a la guerra, que quedaría aún más sorprendido ante el espectáculo de las estaciones cada día más automatizadas, de las que los vendedores de billetes van desapareciendo uno a uno para unirse en el olvido a los empleados que antaño los picaban”.
Las impresiones del autor lo hacen volver sobre su libro de 1986, cuando Augé se observó a sí mismo como viajero y etnólogo para descubrir los “pequeños hechos verdaderos” (lo que para Stendhal constituía la materia de la novela) y hacer de la representación del metro una “metáfora de la vida social e individual, con sus direcciones, sus líneas de vida, sus cambios y sus correspondencias”. Es una circulación sanguínea, un río con sus muelles y afluentes, un “símbolo de la vida al que se agarran aquellos que todavía tienen la fuerza de vender un periódico, de tocar una pieza de música, de tararear una canción o de proclamar su miseria”. Augé señala que más allá de las horas pico, los amontonamientos, la publicidad, las llamadas a la vigilancia antiterrorista, los avisos de posibles robos o suicidios, etcétera, el metro no es un no-lugar (es decir, un espacio de transitoriedad y desaparición de la identidad; sí lo serían, por ejemplo, las autopistas y los supermercados): “No es un no-lugar para mí en cualquier caso, ni para aquellos que hacen normalmente en él el mismo trayecto. Tienen recuerdos, costumbres, reconocen en él algunas caras y mantienen con el espacio de ciertas estaciones una especie de intimidad corporal que se puede medir por el ritmo de la bajada en el tramo de las escaleras, por la precisión del gesto que introduce el billete en la ranura de la puerta de acceso automática o por la aceleración de la marcha cuando se adivina por el oído la llegada del tren al andén”.
Cada uno de los elementos del metro es una suerte de estación en la que el autor se detiene apenas unos momentos, para seguir avanzando a toda velocidad.
Es un libro breve y encantador en sus mejores páginas, pero también es nostálgico y un poco asfixiante, pero la escandalosa proximidad de los cuerpos en el metro es también uno de sus elementos más enigmáticos. ¿Quiénes son, en qué piensan nuestros contemporáneos?, se pregunta Augé desde el inicio, hasta perderse, hacia el final del trayecto, en la muchedumbre anónima y subterránea.
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