Domingo, 18 de julio de 2010 | Hoy
Las crónicas de Clarice Lispector revelan los esfuerzos y dudas de una escritora que siempre intentó cuidar la palabra hasta los extremos del misterio y la timidez.
Por Mercedes Halfon
Clarice Lispector volvió a trabajar en algo parecido al periodismo por dinero. Desde los 19 años se había dedicado paralelamente a la literatura y al periodismo, actividades que se le volvieron difíciles por la vida nómade que llevó con su marido diplomático, pero que alrededor de 1960, cuando volvió del exterior separada y con dos hijos, le resultaron imprescindibles. Comenzó a publicar crónicas, entrevistas y cuentos en diversas revistas (Senhor, Manchete Fatos & fotos, entre otras), que luego llegarían a centralizarse en la mítica columna que publicó semanalmente en Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Una selección de este fragmentario y evanescente material fue compilado en Descubrimientos, volumen que viene a completar Revelación de un mundo, publicado aquí en 2005.
Ambos libros echan luz sobre el costado menos estudiado de la producción de Lispector. Es que esta escritora siempre mantuvo con el oficio periodístico una relación compleja. Ella misma lo manifiesta ambiguamente en estas crónicas: “Es curiosa esta experiencia de escribir más liviano y para muchos, yo que escribía ‘mis cosas’ y para pocos. Está siendo agradable la sensación”, confiesa en un momento, pero en otro (del primer volumen, Revelaciones...): “Tengo miedo: escribir mucho y siempre puede corromper la palabra. Sería más protector vender o fabricar zapatos: la palabra quedaría intacta”.
Otra dualidad aparece en el contenido de las crónicas: muchas de ellas habían sido o serían cuentos de otros libros (particularmente de La legión extranjera y Felicidad clandestina) que la autora mezcló como cartas de una baraja sorprendente. La escritura autorreflexiva e híper subjetivizada de Lispector posibilita esta confusión de géneros crónica y cuento, de períodos distintos. La fragmentación se convierte en la cifra de la belleza de estas páginas por lo impredecible de su laxa multiplicidad. Se va de un tema a otro, de un género a otro, en textos que en los casos más extensos no superan las tres carillas. Por eso mismo es tan difícil definir el sentido de las crónicas de Clarice. Una neblina se interpone cada vez que se quiere recortar su especificidad, porque ¿qué son? Muchas cosas: agudas reflexiones esencialistas, aforismos, posicionamientos literarios, microrrelatos, opiniones políticas, triviales confesiones hogareñas o angustias incontestables.
Tal vez sea por estas contradicciones que Descubrimientos esté en estado de tensión, de interrogación permanente: “Esto es profundo, aunque no lo parezca”, aclara la autora, como si hiciera falta subrayar que a pesar del trazo rápido de las palabras estas no carecen de peso y profundidad. Otras veces duda menos de la potencia de sus reflexiones y se atreve a relacionar un corte de pelo con la libertad individual femenina, o directamente declarar lo que podría funcionar como eje de la voz de Lispector en estos textos: “Es tímidamente, audazmente, que oso hablar sobre el mundo”.
Se ha definido mil veces a Clarice Lispector como una escritora del misterio: una figura hermosa y huidiza de la que sólo se pueden predicar los ecos y fulgores de una escritura. Aunque más tenues que sus cuentos acabados y sus novelas, en estas crónicas Clarice se muestra más abierta, más legible que nunca. Es, sin duda, una entrada privilegiada para acercarse a su corazón salvaje.
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