Domingo, 18 de julio de 2010 | Hoy
La sanción del matrimonio igualitario en Argentina, además de ser un gran acontecimiento histórico, permite habilitar los primeros interrogantes para un debate cultural y literario: tenemos matrimonio gay pero, ¿tenemos una literatura gay? ¿Qué será de la tradición amasada en las líneas más subterráneas y alternativas del siglo XX? ¿Se abrirán nuevos cauces para la escritura y los lenguajes de las minorías? ¿Si Perlongher viviera, qué diría?
Por Claudio Zeiger
Cuando cinco años atrás se aprobó y legalizó el matrimonio gay en España, al calor de ese trasfondo, el escritor Alvaro Pombo dio a conocer la novela Contra natura, señalando explícitamente que la nueva situación era el impulso para escribir la novela, donde se contraponen dos posibles modelos de vida: la que se terminará refugiando en la paz del hogar y la que se tirará de cabeza sobre la hoguera del deseo súbitamente reencendido. Contra natura es una gran novela, pero además, demostró que hay un espesor grueso y específico, una corriente de debates por debajo del debate general que concitó el matrimonio igualitario. Es lógico, la gran línea argumentativa a favor es el reclamo de igualdad civil ante la ley, y la política, hay que decirlo, honró en gran medida esa línea de pensamiento. Pero hay un fantasma que recorre la novela de Pombo y que condensa cuestiones de militancia, micropolítica y vida cotidiana: la normalización. Ahora se pueden casar. ¿Es el fin de la historia? ¿Hay algo más allá de la igualdad? ¿Quién armará los nuevos relatos del porvenir, quién sostendrá la necesidad de no dejar el pasado fuera del discurso de la literatura?
En la intervención más medular de la noche del Senado (y la mejor a mi criterio junto con la de Miguel Angel Pichetto, que le puso nombre y apellido a los adalides de la Guerra Santa, a los únicos verdaderos enemigos de la igualdad) Rubén Giustiniani dijo que lo que se opone a igualdad no es diferencia sino desigualdad. Obtenida la igualdad, se abre el campo de la diferencia y la diversidad. Campo vertiginoso y, puede decirse, el más complejo: es el campo de la cultura, no el de la más simple naturaleza.
Si algún atractivo ha revelado la literatura de temática homosexual a lo largo del siglo XX, por lo menos hasta los años ‘80, es el carácter novelesco y aventurero de las peripecias secretas, laberínticas, dramáticas, de los deseos ocultos y prohibidos que a pesar de todo, inexorablemente, encuentran vías de escape. Este carácter le vino como anillo al dedo a la hipótesis de que la felicidad no se lleva bien con la literatura, de que la ficción se nutre del conflicto y la pena, de que amar y morir no es trivial en la literatura. Se le ha reprochado históricamente a esta literatura el final trágico del personaje gay como la concesión moral que había que hacer para hablar del tema, pero tampoco se trata de reivindicar anodinos finales felices para historias que siempre estuvieron signadas por la tragedia. Hasta el sida, que en los años duros de la enfermedad corroboraba que el final trágico era mucho más que una concesión moralista o marca de operístico melodrama.
Ahora, en la Argentina, hay matrimonio gay y aún no estamos del todo seguros de que haya habido y vaya a haber “literatura gay”. De alguna manera si se quiere inconsciente, no dicha, se la considera una categoría “foránea”, una especialidad de la literatura norteamericana, donde ostenta una tradición robusta. A decir verdad, no es un género en ninguna literatura del mundo; la literatura gay es una categoría política, de identidad maleable y cambiante, inclusive para muchos teóricos superada por lo queer, término que también empieza a caer en crisis. Como sea, “literatura gay” sigue siendo algo que transmite un sentido preciso, se entiende lo que quiere decir. Probablemente su campo siga siendo el de la diferencia, pero también, esa tradición “foránea” ya ha incursionado en el terreno de la igualdad, es decir, las vidas más o menos estabilizadas en problemáticas más clásicas como los celos, la infidelidad, la convivencia, las nuevas familias. Hay en ella, sí, una literatura gay “normal”.
Y también, beneficio secundario pero no menor, siempre aporta una veta testimonial, de documento acerca de costumbres, estilos y formas de vida, aporte que no suele hacer la literatura pretenciosamente formalista. Ese espinel, en la literatura argentina, lo han recorrido desde David Viñas en Dar la cara, Carlos Correas, Villordo, entre otros, y por poner un ejemplo rioplatense, El diablo en el pelo de Roberto Echavarren, singular catastro de estilos micropolíticos de minorías, no sólo sexuales.
Si algo puede anticiparse es que toda esa literatura novelera, novelesca y aventurera no tiene por qué desaparecer pero sí –en la consideración crítica, en la visión de los lectores– podría aliviarse de la presión política del presente para dedicarse a una constructiva reconstrucción histórica, el armado de una genealogía, del nacimiento y desarrollo de una conciencia colectiva amasada sobre capas y capas de tristeza, frenesí, desesperación y alegrías furtivas, muerte y enfermedad, discriminación y solidaridades sorpresivas, secreto y visibilidad. ¿Estará entrando, créase o no, la literatura gay argentina en los dominios de la novela histórica? Hay otra línea, otra tradición poco frecuentada en literaturas latinoamericanas, que ha encontrado en autores como David Leavitt y Michael Cunnigham sus expresiones más sólidas: una combinación sutil en su entretejido entre lo clásico y lo nuevo, la raíz y la ruptura. Esa línea inestable entre lo normal y lo ambiguo señalada más arriba.
Empiezan a despuntar estas narrativas en los años ‘80, y es casi seguro que su mejor expresión, su punto más alto, sea El lenguaje perdido de las grúas de Leavitt. Entre tantas escenas memorables y definitorias, hay una en que dos hombres maduros conversan en un boliche. Uno le cuenta al otro: “La otra noche entró un muchacho y gritó ¡Papá! Vieras la de vasos que se cayeron al suelo”.
Y otra vez: dando vueltas a la novela de Pombo, citando estas escenas “familiares” de Leavitt y recordando las fuertes resistencias del máximo poeta gay argentino, Néstor Perlongher, a ser normalizado por las instituciones burguesas (“sólo queremos que nos deseen”, rezaba el manifiesto), llegamos a un para muchos inimaginable corte de la historia. En Argentina, en el mes de julio de 2010, la Historia de la sexualidad escribe un capítulo tremendo, enorme: nosotros los victorianos nos convertimos en nosotros los igualitarios. Y tenemos la sensación, más allá de las horas y días de debates, de la lucha paciente y constante de los organismos, que fue de un plumazo. Pepito Cibrián, una de las voces más bizarras –como corresponde– y lúcidas que se escucharon por estos días, dijo que en definitiva esto sucedía porque Argentina es un país surrealista, por lo tanto impredecible, cambiante, un poco loco, y en este merengue surreal, la moneda cayó del lado del matrimonio igualitario. Puede ser. Pero también fue un país realista, algo poético y sensiblero, neobarroco en sus pliegues más ocultos y veleidoso por tradición (¿quién se resiste a ser el primer país latinoamericano en tenerlo, a entrar en el selecto grupo de los friendlys del mundo?) el que dio el sí.
Hecha la igualdad, la literatura –en su sentido más amplio e inclusivo– tiene mucho para decir en el terreno de la diferencia, el deseo y la intimidad profunda entre los seres humanos más diversos que, a no dudarlo, de eso y no del sexo a secas y “natural”, se trata.
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