Domingo, 1 de agosto de 2010 | Hoy
Una biografía no cronológica, hecha de saltos, fragmentos y climas de época inolvidables a través de lecturas. Las lecturas que se suman en la memoria como en un montaje cinematográfico. Estos recorridos por libros, recuerdos y salas de cine se proponen en el último ensayo de Horacio González.
Por Susana Cella
Con un título que no deja de despertar la curiosidad al situar al emblemático acorazado de Eisenstein en aguas que nunca navegó, Horacio González ha compuesto un conjunto de textos cuyas relaciones se tejen oblicuamente en una trama sin lisura, más bien al contrario, con nudos y ristras, configurando una imagen de entreveros y quebradas, algo consistente con lo que va desgranando en vueltas y pliegues, en los, para denominarlos según la convención, ocho capítulos que siguen a un prólogo donde a la vez que se dice el propósito, y más que eso, se manifiesta lo que obsede, se pone en cuestión el lugar elegido para enunciar. ¿Desde qué certeza? ¿Desde cuál incertidumbre? ¿Desde qué legados? ¿Desde qué historia personal?
De ahí que el discurrir, andando por todos estos vericuetos, tenga un movimiento interno que va describiendo algo así como órbitas, aludiendo a constelaciones de sentidos, trazando líneas donde los tiempos se engarzan y sus varios personajes –así bien pueden definirse las imágenes que va configurando González a partir de concretas referencias como Echeverría, Halperin Donghi, Martínez Estrada, Lugones, Perón, Sarmiento, Ingenieros, Jauretche, Viñas, Rozitchner y otros convocados– se contraponen o confluyen en las relaciones que entre ellos establece, y que soslayan las consabidas caracterizaciones en el intento de encontrar el sesgo que, justamente, pueda iluminar sus respectivos pensamientos y las significaciones que pueden desatar. Por eso las modulaciones del discurso pueden ir desde lo aseverativo a lo probabilístico, con el común denominador de contarse todas como inferencias en un terreno habitado por los recuerdos, los hitos marcados por la historiografía, el ensayo o la novela, las creencias y fabulaciones.
“Escribir sobre la actualidad argentina”, según consigna, surge como una suerte de intención de inmediato rodeada de inquietudes, desasidas de un método, de los parámetros de una argumentación, porque no parece ser la biblioteca, y menos una biblioteca más o menos ordenada, la que permite iniciar el camino, sino la dimensión de la propia experiencia (múltiple, abarcativa, donde las palabras –los textos– y las cosas) se enlazan. Pero además, esa llamada actualidad puede entenderse sólo si pensamos en la dimensión del acto –que involucra desde luego el indiscernible par leer/escribir, pero además un tiempo que no es el de la inmediatez o vértigo cambiante mediático, sino que actualidad remite a un presente transido del espesor de lo que ha sido y viene siendo–.
“Quizá la historia hay que juzgarla entre la ansiedad de novedades y el peso indescifrable del pasado”, señala y con esto lleva, como sucede en todo el libro, a detenerse tanto en las aseveraciones como en las conjeturas donde una posible retórica en las figuras que se van trazando acude a formar las imágenes que González va proveyendo en su ondulante andar por hechos e ideas.
La indescifrabilidad del pasado sería tal si se buscara la intelección o reposición absoluta (e imposible), si se tratara de encontrar la cerrada definición. Aun pasado, y por tanto, ya acontecido, lo que aparece en esta tensión pasado/presente es el dilema que se plantea entre un ya (sucedido) y un todavía (persistente). ¿Estarían en ese lugar los mitos, como explicaciones o fuerzas capaces de repetirse? Tal vez, pero sólo si se tiene en cuenta que toda repetición siempre comporta una diferencia. Así entre lo que retorna y lo que se modifica, tales relatos –los mitos que pueblan nuestro imaginario nacional– permiten ver, precisamente, su rasgo específico cuando retornan, a la vez que muestran su efectividad como fuerza revulsiva o como construcciones a desmontar. De ahí seguramente la apelación de González: desarmarlos, pero sin dejarlos caer.
En este modo propuesto por González, desde luego, la dimensión de lo subjetivo no podría estar ausente, porque la reflexión propuesta incluye a quien la lleva a cabo, inmersión y participación de la que se hace cargo, probablemente contra la idea de un ver desde una altura desligada de la desnuda vida, del conjunto de pasión y razón que nos constituye a todos. Así una “historia fría” y ansiosa por excluir la “crispación” no sería sino “un nirvana menor para justificar las cobardías cívicas”.
La postulación de González de la lectura diferida podría verse en gran parte como la operación que sustenta el propio texto de González, leer en forma diferida –lo que establece la correlación entre contemporaneidad y extemporaneidad, el recorrido particular de lecturas y no deja de marcar la irreversibilidad del tiempo– es también además de algo inevitable, teniendo en cuenta los períodos vitales, la posibilidad de encarar los textos desde otros lugares –y aquí lugar significa tanto recorridos de lecturas, adquisiciones previas, andares particulares según cada circunstancia temporoespacial– y en todo esto donde la subjetividad está implicada, enlaza con la memoria, y aun con las escrituras de la vida en tanto la autobiografía, sobre todo la intelectual, es algo así como un sucesivo encuentro de lecturas. Puestas aquí bajo la advocación de un acorazado ruso.
Porque la sola evocación de ese nombre difícilmente nos remita a una masa de hierro, o al nombre de un ministro de Catalina la Grande, sino a un texto cinematográfico –otra imagen– donde no sólo persisten la voz de un marino apelando a la solidaridad (soldado, ¿a quién disparas?), a una escalera de Odessa, a las imperiales estatuas, a los marinos rebeldes, sino también, para González, a otro momento y otro lugar que albergaba esa saga: un cine ya inexistente, pero emblemático en la década del sesenta, en la calle Corrientes: el Lorraine.
El montaje que González destaca en Eisenstein lo lleva a refutaciones del tiempo en Borges, a la reflexión sobre la simultaneidad en lugar de la sucesividad, a los saberes y lecturas que sin programático gesto, ¿tal vez diferimiento aquí también?, tal vez encuentros que va deparando una historia, que no sólo sigue sus leyes –si es que las tiene– sino que se va haciendo con las concretas acciones en cada momento (material de juicio o interpretación posteriores). Es decir que mucho de lo que se habla del montaje en Eisenstein tiene que ver con el modo en que están forjados los ensayos de González, ni cronología ni concatenación de fijas causalidades, sino un montaje, precisamente, en la simultaneidad capaz de ligar en una imagen episodios del siglo XIX y del XX o el XXI, de encontrar prefiguraciones del peronismo o, en esa misma síntesis, indagar en la decadencia y la épica; ver la historia en juntura, entretejida con lo que de ella se vio sabiendo y viviendo, una historia, en definitiva como portadora de eso (lo Imborrable a que González se refiere al hablar de Saer), que bien puede estar en una escritura extrema, letra y sangre, condensada también, montaje máximo de cinco palabras devenidas una sigla que María Antonia Berger escribe en la pared del penal de Rawson: LOMJE.
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