El humor y la extrañeza en una serie de cuentos sorprendentes donde los viajes se justifican por la llegada.
› Por Nina Jäger
Para saber cómo permanecer a pesar de estar de paso, los cuentos de Huésped huésped narran historias de personajes en lugares que les son ajenos. De ninguna manera son relatos de viaje, sino más bien todo lo contrario: Candelaria Saenz Valiente no cuenta recorridos sino estadías. Ella, además, cantante de la banda Paristetris, cineasta y autora de la novela El infierno de Orfeo Blaumont vive una parte del año en Polonia y el resto en Buenos Aires. Entonces no sorprende que se dedique a contar historias sobre largas permanencias en distintos lugares del mundo.
El humor descarnado es un motivo para celebrar la rareza del libro. Mezcla de una risa por el lado de lo revulsivo, de una sátira “para probar un punto que está más allá de las vicisitudes del pueblo” y de un gesto sencillamente irreverente, Huésped huésped está lleno de chistes ácidos, verdes y negros que lo vuelven bastante divertido.
La de Saenz Valiente es una risa atravesada de lleno por lo escatológico. Estas “sensaciones cabales del universo que se sienten en el ano” son las protagonistas de “Crónica de una operetta inconclusa”: el narrador escribe una obra de teatro que será protagonizada por niños a cuyos padres tenía que ocultar el impúdico argumento; a tal punto se habrían indignado que “sus cuerpos habrían vomitado y volado en pedazos”. En “Matar a un pimpollo en su mansión”, en cambio, todo lo escatológico y descarnado desaparece, y el sexo entre una mujer y un hombre polacos está codificado en un lenguaje de máquinas que unen sus engranajes.
Sin duda, los mejores cuentos son el primero y el último. “Diario de un crimen misionero”, como una crónica de una muerte anunciada y con un final que difícilmente pudiera estar más anticipado, abre el libro para contar una estadía de largas vacaciones en Misiones. Encerrados en un hotel lleno de personajes estrafalarios, los huéspedes están a la espera de un crimen y no tardan en presenciarlo. Entonces, como si fuera lo más natural del mundo, un comisario llamado Nietzsche no les permite comer ni cocinar absolutamente nada hasta que alguno se confiese como autor del asesinato. Lo paradójico y curioso está en que el desenlace de esta especie de policial, de tan anticipado y conocido, queda en definitiva suspendido. Hay, de hecho, algo peculiar en los finales de todos los cuentos del libro. Sin llegar a relatar del todo una historia, “Tiempo”, por ejemplo, cierra con un acertijo sobre Saer, y el rarísimo “La invitación” funde sus últimas palabras con las de su protagonista mudo, Fernando Pessoa.
El libro abre en Misiones y cierra en Sauze d’Oulx, en una casa en medio de los Alpes. Una narradora abúlica que se autodefine como una “ex feliz” visita en “Fractales de nieve” a una pareja de conocidos en su casa de montaña y vive una pesadilla lisérgica. Como una Alicia en el país de las maravillas oscura y abyecta, la narradora cae por un agujero disimulado en la nieve hacia una mazmorra donde vive un sueño de “escalofríos en el recto”.
Cuatro narraciones muy breves, concisas y minimalistas se insertan entre relatos sobrecargados y neobarrocos. Y aunque los cuentos tejen un libro desparejo en extensión y por momentos disímil en lenguaje, en el que chocan la grandilocuencia de ciertos cultismos y la escatología, el humor y la rareza lo atraviesan como el sonido de una risa descarnada y excéntrica.
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