La octava novela de John Connolly, el maestro moderno del noir diabólico, vuelve a tener como personaje principal al atormentado detective Charlie Parker, esta vez a cargo de una de sus misiones más espeluznantes: investigarse a sí mismo.
› Por Rodrigo Fresán
Luego de ese sabático que fue Los hombres de la guadaña –donde sus peligrosos amigos Angel y Louis asumían el primer plano de una novela que podía leerse como un spin-off de la serie original– regresa el torturado y maldito detective Charlie Parker. Y –digámoslo– vuelve a lo grande y se enfrenta a uno de los casos más difíciles y perturbadores de su más bien atípica carrera. Porque ahora –sin nada mejor que hacer, imposibilitado de trabajar profesionalmente– Parker decide matar el tiempo investigándose a sí mismo. Y el problema para él –y la gratificación para el lector– pasan porque Parker es un enigma cada vez más poderoso y un expediente x imposible de cerrar.
Recuérdenlo: la saga arrancó en 1999 no con un gemido sino con un bang en la magnífica Todo lo que muere (donde la atmósfera aparecía enrarecida por toques sobrenaturales que remitían a la magistral El ángel caído de William Hjorttsberg, 1978, la acaso fundadora del noir diabólico); perdió algo de intensidad en El poder de las tinieblas (2000); ganó impulso con el díptico compuesto por Perfil asesino (2001) y El camino blanco (2002); pareció irse literalmente al demonio en la fallida y danbrowniana El ángel negro (2005); recuperó el terreno perdido en las muy oscuras Los atormentados (2007) y la ya mencionada Los hombres de la guadaña (2008), y aquí estamos otra vez, dispuestos a lo que sea y lo que venga.
Y lo que vino y lo que es funciona casi como una prequel donde, por fin, conocemos algo –no todo, pero sí lo suficiente como para ponernos a temblar de miedo y de placer– de la rara génesis del sufrido Parker. Así, explicaciones para ayudarnos a comprender qué son y por qué le suceden las cosas que le suceden a este pobre hombre siempre seguido de cerca por un enjambre de querubines en picada que lo odian como a un enemigo inmortal y le temen como la posibilidad de un nuevo y salvaje mesías que ha llegado a poner las cosas en orden. Lo siguiente –ya se puede leer en inglés, ya la leí, es formidable– se llama The Whisperers y nos traerá al investigador más privado de todos uniendo fuerzas con el inquietante y omnipresente Coleccionista e investigando los negocios turbios de una red de contratistas de antigüedades y ex combatientes en Irak II, quienes, sin darse cuenta, importan a USA el aliento inmemorial y apocalíptico de viejas deidades mesopotámicas no especialmente felices de que unos marines se metan donde no los llamaron.
Mientras tanto y hasta entonces, queda claro que con Los amantes John Connolly (Dublín, 1968) abre una puerta que ya no podrá cerrar acercando cada vez más a su héroe a un duelo final con el responsable de ese sitio donde nunca hace falta encender los calefactores. Continúa y permanece, sí, una prosa muy por encima de la media del género (a destacar los flashbacks donde nos enteramos de las razones para el tantas veces mencionado suicidio del padre policía de Parker luego de matar a dos jóvenes) y la incontestable evidencia de que un autor de best-sellers no tiene por qué vender el alma al diablo o regalar su inteligencia a las modas para hacer las cosas bien, para contar el mal de la mejor manera posible.
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