Reflexión, acción y pasión del cine se funden en la obra de Alexander Kluge. Todas sus obsesiones, procedimientos e imágenes se dan cita en forma vertiginosa en 120 historias del cine, montaje nada explícito de reveladoras anécdotas.
› Por Hugo Salas
En un momento dado de su prolífica carrera como inventor, Thomas Alva Edison construye la costosa y monumental cámara Júpiter, que le permite una proeza técnica para la época: filmar sin sobreexposición la fuente de luz por antonomasia, el sol, en el transcurso de un eclipse. Fue un fracaso comercial. Con recursos mucho más modestos, un empleado suyo, Edwin S. Porter, proverbial maestro del plagio y la improvisación, fragua El sol, visto más allá de Neptuno y Nuestra madre, el sol; el público se hartó de verlas. La anécdota (que en realidad son dos, detalle que no deja de tener su importancia) constituye el núcleo de la primera de las 120 historias del cine que cuenta Alexander Kluge. Con toda su sencillez, el relato abre el planteo de múltiples cuestiones que interesan al autor y son materia constante de su escritura y su cine: la relación entre ciencia, conocimiento, veracidad, verosimilitud y verdad, el tortuoso vínculo de cada una de ellas con las imágenes, las imágenes como parte de un sistema industrial, el carácter de mediación en la noción de reflejo misma (problema central para cualquier estética marxista) y la participación de los espectadores como agente social que convierte al cine en una esfera pública, entre tantas otras.
Del mismo modo, su estructura anticipa la de todo el libro. Como se ha dicho, no se trata de una anécdota sino de dos, que Kluge hace chocar, encontrarse, sin sacar de ello conclusión explícita alguna, dejando que las ideas se produzcan (o no) ante la conciencia del lector. Se trata, una vez más, de la idea de montaje que los cineastas soviéticos tomaron en los años ‘30, a su vez, del constructivismo: a diferencia del estilo clásico que comenzaba a sentar sus bases en Hollywood, donde las imágenes se “pegaban” para generar una continuidad indiferenciada, para los pioneros soviéticos la yuxtaposición de las imágenes A y B no arrojaba meramente por resultado la suma de sus contenidos individuales, sino que veían en la diferencia entre ambas, en el salto de una a otra, la potencialidad de activar un tercer término no-explícito o no inmediatamente visible pero no por ello menos real y concreto en la actividad intelectual del espectador, los musicales “intervalos” de Vertov o la multívoca noción de “conflicto” de Eisenstein (muchas veces reducida, sin piedad, al mero rótulo del montaje intelectual o de atracciones).
Siguiendo este procedimiento, a lo largo de trescientas páginas frenéticas el padre del nuevo cine alemán –movimiento del que surgieron, entre otros, Herzog y Fassbinder– desgrana, apila, evoca y reproduce piezas, permitiendo su libre juego frente al lector. Relatos de la historia del cine, de la Historia, historias, opiniones, diálogos, fragmentos, descripciones de películas (existentes e incluso algunas sólo imaginadas) se suceden sin solución de continuidad, encontrando –a veces en la distancia, a veces en sus puntos de contacto– un sentido que va haciéndose una y otra vez a lo largo del texto, sin por ello renunciar a una clara estructura general en siete partes (que va, cabe advertir, del sol y la luz como materias primeras de la imagen a la televisión como espacio último, donde se plantea la batalla entre un discurso audiovisual de la industria y otro de autor).
Se advierte aquí, desde luego, no sólo la herencia de los soviéticos sino también su encuentro con los modos de la crítica experimentados por la escuela de Frankfurt, que el joven Kluge supo frecuentar en calidad de abogado y alumno. No tanto las contorsiones autocontradictorias y negativas de Adorno (con el que estudió) o la severidad argumental de Habermas (de quien se reconoce amigo), sino antes bien la constelación de Benjamin es el sistema textual que parece signar su derrotero en la escritura, al mismo tiempo marcada por una noción más violenta, más disruptiva e inmediata, del corte y el salto, probablemente deudora del Godard de los años ‘60 (a quien Kluge reconoce haber considerado “su Dios”). La variedad y la flexibilidad estilística es notable aun dentro de cada una de las piezas, lo que permite entender y apreciar la reputación de Kluge como escritor e intelectual, más allá de su actividad cinematográfica.
Estas características, desde luego, volvían particularmente arduo el trabajo de trasponer el original al español (es la primera vez que se lo traduce en Argentina, y existe un solo antecedente en el mundo editorial de la lengua), escollo que salvan con holgura la traducción de Nicolás Gelormini y la cuidada edición de Carla Imbrogno, que con gran atención al lector suma, a manera de epílogo, una entrevista realizada a Kluge en 2009, elemento esclarecedor –si no indispensable– para comprender, desde el extranjero, el lugar del maestro en la cultura alemana y por ende el espacio de enunciación que hace posible el texto.
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