Domingo, 17 de octubre de 2010 | Hoy
En 1960, invitado por el Pen Club, Adolfo Bioy Casares asistió a un congreso de literatura bastante agobiante. La experiencia, que lo llevó a visitar Río de Janeiro, San Pablo y Brasilia, quedó registrada en un diario que el escritor, lejos de someterse a las reglas del género, convirtió en un muy buen exponente de sus virtudes narrativas: el humor, la reflexión y la comprensión. La edición, además, incluye reproducciones del hobby de Bioy: la fotografía.
Por Esther Cross
Como en todos los libros de Bioy, en Unos días en el Brasil hay una historia de amor. Pero no sólo de romances estaba hecha la vida –y entonces la escritura– de este escritor tímido para hablar en público, siempre en dominio de las historias que contaba.
Aquí también hay un viaje y se abre la chance de la aventura. El diario cuenta una realidad a la vez familiar y distinta, después de un vuelo que marea, dentro del marco de un pacto con el diablo (vestido, en este caso, de gestor literario). “Con relación a estos congresos internacionales hay que distinguir dos momentos: antes de la aceptación, cuando no hay obligación alguna y podremos hacer lo que se nos ocurra; después de la aceptación, cuando debemos comprender que estamos en deuda y debemos cumplir nuestras obligaciones.”
Tras su aceptación, en vísperas del viaje pactado con el señor Aíta –presidente del Pen Club–, Bioy conversa con sus confidentes. Para Borges, Brasilia, asentada en terrenos que habrán sido originariamente propiedad “de un tapir y un caimán”, es incomprensible porque abunda en rascacielos, aunque sobra espacio. El padre de Bioy advierte que en Brasil un metro más cerca del sol resulta fatal. En esa misma crónica –el Borges de Bioy–, Bioy Casares anota: “Debo callar mi pereza de viajar a Brasil”. Después cierra ese diario inmenso, que registra sus diálogos inteligentes y mordaces con Borges, para comenzar el suyo, brevísimo y presente como un cuento: el Bioy de Bioy en Brasil, la crónica de un escritor que no improvisa y sabe que un diario puede escribirse como se escribe ficción, que todo género puede ser literatura cuando cae en buenas manos.
“Un viaje es un buen ejemplo de cosas maravillosas antes y después de su posesión”, escribió una vez y ahora convierte el trayecto entre ese antes y después en este diario de “porteño cansado”, que vive días de calor “sin impaciencia ni propósito”, con una cámara fotográfica que toma imágenes peladas de Brasilia, que parece una maqueta calcinada. Brasilia no le gusta, pero tiene la ventaja de situarlo “a muchos kilómetros de Buenos Aires, lejos de toda persona que sabe quién soy”.
En otras fotos se ven algunos indios del núcleo bandeirante, “con orejas de un palmo y perforadas, que hace tres años vivían como únicos habitantes de la zona”. Su cámara retrata esa ciudad que tiene algo del “sueño de arte moderno” y esas personas que hoy miran al lector convertido en un espía espiado.
El escritor busca –con más empeño teórico que práctico– a Opheliña, la brasileña que hace unos años se desmayó al verlo por primera vez (las fotos de Bioy joven justifican el knock out). La sigue mientras recuerda un beso pasional, también disparador de anginas. En el camino se cruza con las dobles que propone el desencuentro. Río de Janeiro tampoco es la ciudad exacta de su memoria y cuando puede se escapa del congreso para buscar esa otra ciudad, la preferible y recordada, en las calles y el Copacabana Palace. En la embajada argentina, algunas fotos miran “como espectadores en un teatro” lo que pasa: Aramburu, Rojas, Espil, Justo, un cura. Graham Greene, Moravia, Elsa Morante y el príncipe Putifón de Tailandia entran y salen, agobiados por el protocolo del congreso literario. El señor Aíta, director del protocolo, recibe su merecido, aunque ya tuvo una dosis anticipada hace años en un libro de Bustos Domecq –que es una forma siamesa de decir Borges y Bioy–, donde figura como Tony Agita, “literato de campanillas”.
El diario de esa semana en Brasil tiene todas las marcas de Bioy: el humor, la comprensión, la reflexión, la prosa que elige contar en vez de lustrar la habilidad del autor, las oraciones puntuales que parecen lo más natural del mundo. Es el diario de un escritor que no creía en la ingenuidad y daba lo mejor en todo lo que escribía. Aquí está, atento como siempre.
Registra detalles porque creía que quedan en la memoria y justifican el hecho complejo de estar vivo. “Un posible sentido para mis escritos sería el de comunicar al lector el encanto de las cosas que me inducen a querer la vida, a sentir mucha pereza y pena de que pueda llegar la hora de abandonarla para siempre”, escribió en uno de sus libros. Una vez más: misión cumplida.
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