Convertido en el reverso del revoltoso Michel Houllebecq dentro del parnaso literario francés, el esquivo y reverenciado Pierre Michon publica la más compleja e histórica de esas “autobiografías oblicuas” que son sus libros: la vida de un misterioso pintor que recibe el sibilino encargo de retratar a los once miembros del Comité de Salvación Pública durante el Reinado del Terror encabezado por Robespierre. Los once es, además de una novela atrapante, una aguda reflexión sobre el arte, la Historia y la política.
› Por Juan Pablo Bertazza
Si aún hoy la piedra fundamental de la civilización francesa es el canto rodado de los tres grandes principios de la Ilustración –la razón, la igualdad y la libertad– es porque en ese país se cuidaron de mantener contenidas las ráfagas a partir de las cuales esa piedra podía erosionarse hasta diluirse en la nada.
Uno de los períodos más turbios de esa piedra fundamental que fue la Revolución Francesa es el llamado Reinado del Terror, que se extendió desde el 31 de mayo de 1793 hasta el 27 de julio de 1794, y en el que al menos 10.000 personas fueron guillotinadas. La cifra podría llegar, incluso, a 40.000 y no es casual que no haya certezas al respecto. Llevada a cabo por los jacobinos –grupo liderado por Robespierre– como una persecución velada a los girondinos (la facción política más moderada), la matanza se extendió absolutamente a todos los que “impidieran” la revolución, aunque terminaron asomando en esa categoría las cabezas de personas como Danton que, desde la primera hora, fueron sus más férreos defensores. Para que el terror pudiera llegar a buen puerto se creó el Comité de Salvación Pública, un tirano de varias cabezas, un cuerpo de notables que decidieron, entre otras cosas, decapitar a los acusados en las calles para disuadir a cualquier pichón de contrarrevolucionario. “El terror no es más que la justicia rápida, severa, inflexible”, diría Robespierre de este Comité que estaba dividido de la siguiente forma: el mismo Robespierre, Georges Couthon y Louis de Saint-Just se encargaban de la política general; Lazare Carnot, de la guerra; Claude-Antoine Prieur-Duvernois, del armamento; Robert Lindet, del aprovisionamiento de víveres; Jean Bon Saint-André de la marina, y Jean-Marie Collot d’Herbois y Jacques Nicolas Billaud-Varenne de la política interior.
En definitiva, si hay una figura en la que se condensa ese rapto de la locura entre tanta razón es, lógicamente, la de Robespierre, el “Incorruptible”, quien si bien en sus inicios criticaba la pena de muerte, luego la usó como estandarte para infligir miedo.
Aún hoy, el Reinado del Terror de la Revolución sigue generando muchísima controversia entre los historiadores franceses: están los que dicen que era la única forma de asegurarse la victoria frente al Antiguo Régimen (de hecho, al caer el Comité, y aunque ya definitivamente victoriosa, la revolución terminaría de aburguesarse) y están quienes dicen que se trató de un genocidio totalmente injustificado.
En el medio, el silencio: como medios que no deben opacar a los fines, los momentos más oscuros de la Revolución Francesa debían quedar sepultados para siempre en el museo del olvido.
Es en ese contexto que hay que entender lo que significa, en todo su esplendor, la última novela de Pierre Michon –ganadora del Gran Premio de la Academia Francesa–, un escritor raro en medio de un país en que hasta el escritor promedio parece serlo. Aunque hoy está a la altura de Julien Gracq o Louis-René de Forêts, en el podio de la actual narrativa francesa, Michon tardó demasiado tiempo en convertirse en escritor. Con casi cuarenta años, recién en 1984 publicó su primer libro, Vidas minúsculas, que se volvió inmediatamente una obra de culto. Quizás porque contaba con algo que, desde hace larga data, viene seduciendo a los franceses: la capacidad para retorcer el cuello de los géneros. En este caso, se trataba de una serie de crónicas, que eran, en verdad, “autobiografías oblicuas” según palabras de su autor, quien decía estar mostrándose a sí mismo a partir del relato de ocho personajes emblemáticos de su infancia. Después de Vidas minúsculas vino El emperador de Occidente, donde Michon desarrollaba el encuentro entre el joven Flavio Aecio (quien, años después, se convertiría en el vencedor de Atila) y el viejo Prisco Atalo, un músico que durante un tiempo fue emperador-títere, impuesto en Roma por el rey bárbaro Alarico. Luego, la pasión de Michon por la pintura haría su aparición estelar con Vida de Joseph Roulin, sobre el misterioso empleado de correos barbudo que, al promediar su vida, conoce a Van Gogh en un café de Arles y termina apareciendo en seis retratos del pintor. El recurso continuaba con Rimbaud, el hijo, donde Pichon tomaba la figura de su más admirado escritor y bajaba de un hondazo el exceso de mitología para retratar a las personas de carne y hueso que rodearon al genio. “Para mí Rimbaud es lo contrario de lo que yo soy. Como Evaristo Carriego para Borges. Lo fascinante en Rimbaud es que ese muchacho de 17 años tenía la mirada y la información literarias de un hombre de 80”, declaró en su momento.
Con textos breves pero siempre intensos, Pierre Michon pateó además el tablero de la industria editorial cuando abandonó ese hotel de mil estrellas que es Gallimard (donde había publicado las novelas mencionadas) para incorporarse a la pequeña editorial Verdier, donde dice sentirse como en casa. Pero más allá de este dato que alimenta su mito literario, Michon es el escritor que mejor puso en práctica aquella frase de Borges según la cual hay un instante que decide la vida de todo hombre. Y lo hizo doblando la apuesta. Son dos los momentos que elige el autor francés para construir sus biografías que no son sólo biografías: la infancia y el tiempo en que el personaje en cuestión empieza a encaminar su destino pero aún no se ha transformado en quien será. Si un artista es aquel que, por un rato, les roba el fuego sagrado a los dioses, desde Vidas minúsculas, Michon se convirtió en un creador por antonomasia: “el creador de vidas”, tal como empezaron a llamarlo desde entonces.
Ahora, luego de siete años de silencio –en la vereda de enfrente de Houellebecq, Michon es un escritor que además de hacerse desear entre libro y libro, esquiva cualquier tipo de aparición pública–, volvió con Los once, novela donde lleva al extremo el juego entre realidad y ficción al inventar la figura de un misterioso pintor en la que pueden rastrearse pinceladas de su propia vida: los dos nacieron en un pequeño pueblo del centro de Francia y fueron criados solamente por su madre. Siguiendo con las comparaciones, al igual que le sucedió a Michon con Vidas minúsculas, el destino de este pintor de la elite revolucionaria se define para siempre en el invierno de 1794, una vez que le encargan la pintura de los once, es decir, el retrato de los componentes del Comité de Salvación Pública del Reinado del Terror, claro que sin su autorización. Para complicar aún más las cosas, esta pintura de grandes dimensiones deberá contar con la versatilidad y la ambigüedad de La Gioconda: si Robespierre cae en desgracia, el cuadro deberá representar su soberbia desmedida y autoritaria; si continúa en el sendero del triunfo, la pintura deberá exhibir todo su esplendor.
Con una excelente recepción de la crítica y también del público (tan sólo en Francia se vendieron más de 40.000 ejemplares), Los once es la más imaginaria entre las vidas contadas por Michon, aunque también es su libro que más habla de la Historia, a partir de una profunda meditación sobre el arte y el poder. De hecho, el gran Jules Michelet aparece como personaje, hacia el final de la novela, para acreditar esa mezcla vertiginosa entre lo imaginario y la realidad. Una pintura laica y, al mismo tiempo, de carácter religioso que él ubica hacia el final del recorrido del Louvre y que es capaz de enloquecer a quien ose mirarla. Una invención tremendamente verosímil porque de haber existido o, mejor dicho, de existir, seguramente hubiera sido ocultada. No importa, en definitiva, si el cuadro del que habla Michon existe o no porque “Los once no son pintura histórica, son la Historia y la Historia es terror puro”.
Como un Dan Brown capaz de reemplazar fórmulas mágicas por calidad literaria, con Los once Michon demuestra que constituye el espejo perfecto de Dorian Gray: mientras su aspecto envejece años con cada libro (de hecho, también es famoso por esto), sus novelas resisten al paso del tiempo. Por eso es una de las piedras fundamentales de la actual literatura francesa, acaso porque no titubea a la hora de mostrar las grietas de su historia y su tradición. Piedra y fisura, tal como él mismo explica: “La literatura y el arte, con su belleza, hacen mejor a la Humanidad, pero se levantan sobre un acervo de fatalidad. Los grandes pintores y escritores muestran eso: la belleza de la vida y también la muerte, la crueldad, la tragedia”.
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