La orfandad, la nueva novela de Sylvia Iparraguirre, arma una historia de amor muy singular en un pueblo de la provincia de Buenos Aires en los años ’20. Anarquismo y soledad, cárcel y hogar para huérfanos, campo y ciudad, arman una trama de superficie diáfana y una compleja utilización de recursos narrativos. El resultado es una novela perturbadoramente clara y muy sensible, entre lo mejor de la producción de la autora que, además, pone en espejo su último libro sobre los años ’90, El muchacho de los senos de goma. En esta entrevista, Sylvia Iparraguirre explica cómo utilizó para escribir su experiencia pueblerina y también los ecos de lecturas entrañables.
› Por Angel Berlanga
Ella viene de gris y de a pie, en medio de la multitud que compone el cortejo fúnebre, y él va esposado, en auto, custodiado por cuatro hombres. El sol agobiante en las calles centrales y polvorientas de San Alfonso, las cinco de la tarde del 17 de diciembre de 1926: esas son las coordenadas del primer cruce entre ambos en esta historia de amor, pero tardarán casi veinte años en descubrir este detalle, cuando, ya juntos, se cuenten sus vidas en la galería de la casa que compartirán por el resto de sus existencias. Equidistantes a unas cuadras de las vías del ferrocarril, dos edificios emblemáticos construidos hacia 1880 por el extravagante ingeniero Ulriko Schmidt, distinguen desde entonces a este prototípico pueblo de llanura: el asilo de huérfanas y la cárcel. Sonia Reus, doce años, se aloja desde que tiene memoria en la primera de esas construcciones y rumbea, ese día, hacia el entierro de la monja directora; Bautista Pissano, veintitrés, carpintero y anarquista, está a punto de conocer el sitio al que fue condenado por la onda expansiva de represalias tras la bomba que Severino Di Giovanni hizo estallar en mayo de aquel año en la puerta de la embajada de Estados Unidos, aunque en el momento del atentado estuviera ante cientos de testigos en la otra punta de la ciudad. “Recuerden su humilde lugar, no hablen: deben ser más bajas que la hierba”, le machacan a ella; “Nosotros te vamos a enderezar”, lo amenazan a él.
Desde esa encrucijada, hacia atrás y hacia delante en el tiempo, Sylvia Iparraguirre pinta en La orfandad las historias de sus dos protagonistas y la de uno de esos pueblos de la pampa bonaerense, con su estación de tren y su plaza central, su periódico local, su lógica sociocultural, su galería de personajes notables y su mitología, sus prejuicios, sus amabilidades, sus voces.
“Lo primero en esta novela surgió a partir de imaginar a Sonia en este contexto de pueblo, siempre supe que ella pertenecía a este ámbito del orfanato, y ahí están las ideas de cómo educar a las niñas para que no se pierdan en la vida –sitúa Iparraguirre–. Alrededor de ella fueron reuniéndose los apuntes y las cosas que provienen de mi memoria acerca de un pueblo chico, que yo conozco muy bien por haberme criado en Junín y Los Toldos. Y ese conocimiento no proviene sólo de mi memoria personal, sino de una más ancha y larga que todos llevamos y es la de nuestros padres y abuelos, cosas que nos han contado. Pero siempre sentí que necesitaba un coprotagonista que viniera de otro lado y tuviera otras aspiraciones, que contrastaran un poco con las de Sonia: ahí aparece Bautista, pero es muy difícil discernir en qué momento y derivado de qué surge, porque los procesos son en ese punto bastante inconscientes.”
No es que tuviera, entonces, que inventarse demasiado: el pueblo y sus historias estaban, dice, dentro de ella. Más complicado le sería estructurar una trama tan sutil en apariencia como compleja en evolución, que entrelaza una tercera persona con la narración más íntima que ambos protagonistas van brindándose, con la aparición de “postales” de San Alfonso y con los chismes de las hermanas Zuloaga, sentaditas en la glorieta del patio interior de su casa. Si en su novela anterior, El muchacho de los senos de goma, la ciudad de los ’90 –nuestra Buenos Aires– aparecía como un escenario expandido a los sentidos, en La orfandad es San Alfonso el que juega ese papel, con el consiguiente contraste agudizado entre la naturaleza de hábitat y época. “Además de escenario, el pueblo es el que da sustento, atmósfera y clima para que la historia de amor se desarrolle –dice Iparraguirre–. Unas veces el pueblo juega a contrapelo y otras a favor; también pueden ser observados por este modesto coro de hermanas que comentan y chismorrean acerca de lo que sucede. El pueblo es un eje en la novela; en este caso diría que toca lo autobiográfico, sin que eso implique que lo narrado me haya sucedido. Al haber vivido ahí, sé cómo funcionan los mecanismos de esa oralidad circulante, esto de que todo se sabe porque alguien dice, alguien dice que otro dice que viene tal o que pasó tal cosa. La primera noción de las cosas viene de lo oral en la época en la que transcurre la novela, mitad de los ’20 y mitad de los ’40, años en los que tuvo lugar la primera juventud de mis padres, en cuyos relatos también están los relatos de mis abuelos, y aquí ya llegamos a los albores del pueblo, a los comienzos.”
Y en ese escenario aparecen personajes que son comunes a muchos pueblos: el croto, la leyenda tenebrosa, el ricachón, la autoridad.
–Claro, el pueblo se maneja con arquetipos. Un poco se ha ido perdiendo, naturalmente, pero incluso ahora en pueblos del interior más chicos, rurales, subsiste este tipo de personajes. Y también están los mecanismos de diálogo, el sentido del humor, el cotilleo, las mitologías. Y hay como cierto orgullo en la gente al contar. Así que el pueblo no es puro pasado y subsiste en la Argentina interna, profunda.
La ciudad y el pueblo: Iparraguirre señala que desde que empezó a escribir está presente en su proyecto narrar sus ficciones aquí y allá. “Mi primer libro se llamó En el invierno de las ciudades, lo que deja entre paréntesis, como señaló Enrique Foffani cuando lo presentó, ‘el verano de los pueblos’ –dice–. Son dos ámbitos que conozco muy bien y marcan mi historia personal, porque viví hasta los 18 en pueblos chicos de la provincia de Buenos Aires, pasé mi infancia en esas casas que describo. A esa edad me vine para acá y fue un descubrimiento fenomenal, un crecimiento increíble, solitario pero fantástico, un aprendizaje, sobre todo en los dos primeros años, que estuve sola. Entrar a la universidad, descubrir la ciudad; al principio me atemorizó, porque hay todo un mito, cuando te venís, acerca de los peligros que acechan bajo distintas formas. Pero yo descubrí que la ciudad me daba un sentimiento de libertad extraordinario, desconocido para mí hasta ese momento.”
Tras señalar su interés teórico por el tema urbano –también ha escrito ensayos al respecto–, Iparraguirre enfoca en el díptico contrastante que proponen El muchacho... y La orfandad: “Hay distintos modos de sociabilidad y de formas de conocimiento –arranca–. En las ciudades todo ingresa a través de lo escrito, diarios y señales, un modo más intelectual, mientras que en los pueblos las redes de parentesco siguen siendo las referencias: el cuñado de tal, al lado de lo de fulano. Todos están sindicados y se sabe con quién te ponés de novio, dónde vas, qué hacés y qué dejás de hacer. Hay como un panóptico que se ejerce, y cuando llegás a la adolescencia decís uf, esto me cansa, me quiero ir de acá. Cuando te sumergís en la ciudad, en cambio, lo que prima es el anonimato, el enmascaramiento: cualquiera puede ser cualquier cosa. Este tema, el de la mirada de los otros, está muy presente en La orfandad”.
Metámonos un poco en la composición de Pissano y su particular anarquismo.
–No tan extraño, fijate. El es un anarco pacifista, de un anarquismo completamente discutido y una opción muy posible a principios del siglo XX. Por convención se asocia al anarquista con el terrorista, el ruso de sobretodo negro largo con la mochila de dinamita, pero eso es una simplificación, porque el pacifismo fue una de las discusiones centrales. Planteaban no adoptar ninguna actitud violenta, personal, ni de clase, y tampoco sostener o acompañar ninguna violencia de estado. Toma mayor estado público durante la Primera Guerra Mundial, cuando se extendió una cosa que ya venía con el impulso de Tolstoi, la voz que lo legitimó y le dio trascendencia internacional a los objetores de conciencia. Ahora, el pacifismo de Tolstoi no era el del quietismo: se trataba de un anarquismo muy activo y participativo. Elaboró un pensamiento que tuvo una influencia tremenda, enorme, sobre todo si pensás en las comunicaciones de la época. El pensaba que había un nexo moral entre medios y fines. Había, entonces, una fuerte oposición a la violencia, dentro del anarquismo. La filiación de Pissano es esa, y por eso está indocumentado, para no ser enrolado. Decidían a ultranza, eran así. A mí me despiertan una admiración enorme esos hombres, porque tenían una ética y una solidez que hoy parece mítica. No transaban, tenían muy claras algunas cosas básicas, que hoy pueden leerse como idealismo. Por otro lado es difícil imaginar la fuerza que tenía el movimiento anarquista y otros movimientos sociales de izquierda a principios de los ’20. La restauración nacionalista que hace Lugones en el primer centenario no es casualidad: responde al temor a toda esa masa obrera que había venido empobrecida de Europa y traía estas ideas. De hecho se llamó movimiento libertario porque el anarquismo, en su base, estaba en contacto con otras grandes corrientes de liberación, el cristianismo, el socialismo, el comunismo. Así que había grandes discusiones sobre los métodos. Pero la fuerza era tremenda: el golpe de Uriburu, de hecho, se da porque había 300.000 afiliados en estos grupos.
Además de la inspiración en el ideario de Tolstoi, Iparraguirre se inspiró en fuentes más cercanas, porque consultó fichas de trabajadores de ferrocarril de esa época en Junín: ahí se construían vagones, hasta que Menem liquidó la cosa –ramal que para, ramal que cierra–. “Ahí descubrí que había muchísimos anarquistas y vi que a muchos los despedían sin motivo, lo que signa un motivo ideológico –dice–. Y también conseguí unos cuadernos de un señor muy viejito, anarquista ferroviario, que anotaba ahí sus vivencias. Tenía esa aspiración de que la realidad se puede cambiar con las ideas, que el hombre se puede perfeccionar, mejorar. Trabajaba 14 o 16 horas por día en el ferrocarril, de manera bestial, y cuando volvía a su casa agarraba el cuadernito y con tinta escribía estas reflexiones. Planteaba, por ejemplo, cómo se podía combatir el alcoholismo en la clase trabajadora, cómo mejorar el gremio. Tenían un proyecto y creían a ultranza. Tengo esos cuadernos, son conmovedores.”
En la novela, Pissano tiene esta práctica de escribir, mientras está preso. E incluso intenta contagiarles a sus compañeros la importancia de la educación, de la lectura.
–Claro, cuando llega ese chico analfabeto y se propone sacarlo del pozo de marginalidad en el que vive. Dice entonces algo que yo creo: que la marginalidad provoca el uso de las personas. Todo aquel que no se puede educar, o que no es educado por cuestiones de conveniencia, es manejable. El enseña eso: si te dejás marginalizar, si sos ladrón, es porque quieren convertirte en eso. Por eso busca pasarle al chico la idea de la importancia de leer y escribir para no ser manipulado. Creo que tenemos pruebas de que la ignorancia y la marginalidad son excelentes para manejar a un pueblo.
“La novela es una larga conversación entre Sonia y Bautista, cuando ya se han encontrado –dice Iparraguirre–. Aunque ellos han estado viviendo y cruzándose en el pueblo, y él trata de acercarse, ella está encerrada en un mundo de ficción que se ha construido, aferrada casi a un fetiche (un encuentro fugaz con otro hombre). Son antagónicos, en un punto, porque Bautista viene de la solidaridad total, de volcarse hacia los otros, y Sonia, que nunca ha tenido nada y ha vivido siempre en el orfanato, se repliega en sí misma. Pero son estos opuestos los que van a crear el nexo, y ella entiende lo que él trataba de decirle: que hay muchos modos de amor, más anchos, que exceden al de un hombre y una mujer. Así que es una historia de amor, y estoy encantada con eso, porque es difícil escribirlas, al menos para mí.”
Dice Iparraguirre que El acompañante, la nouvelle de Nina Berberova, que leyó hace ya muchos años, le sonaba como un eco al momento de escribir La orfandad. “Uno está lleno de ecos, sin duda, y escribe con las reminiscencias de otras lecturas y de la vida –señala–. Primero que todo, yo creo que escribir es una experiencia vital. Está lo leído, sí, pero uno escribe con lo que es, su sexo, su género, su historia personal y su experiencia. Del libro de Berberova me gustó en particular el planteo de la protagonista. Y en cuanto a la literatura argentina es enorme la cantidad de textos sobre pueblos, Pago chico, por empezar por el principio, y Puig, naturalmente, que es insoslayable. Porque no se puede ir más allá de lo que hizo respecto a su oído demencial, alucinante, respecto a las voces y al registro de distintos medios, el radioteatro, la carta, el discurso oral. Ha sido extraordinario. Pero el caudal de relatos es muy grande y no da para citarlos todos ahora. En este caso, en esta novela, lo que prevaleció fue mi experiencia de vida personal: recuerdos, personajes secundarios que aparecen en esta memoria emotiva, por tomar el término con el que trabajan los actores. Yo conocí a esas hijas mujeres que cuidaban a sus padres hasta que fueran ancianos y luego quedaban solas, en esos caserones. Una obediencia tremenda al padre: querían ir al baile anual, se cosían los vestidos y se preparaban maravillosamente, y si a último momento él decidía que no podían ir, era inapelable. Los diálogos de estas mujeres me sirven en la novela, además, para ir reflejando algunos hechos de la realidad nacional, la muerte de Gardel, la llegada de monseñor Pacelli.”
Las historias y las observaciones sobre el pueblo, ¿te interesaban ya de chica?
–Forman parte de mi realidad. Nosotras íbamos todos los veranos a la casa de mi abuela con mi hermana y mis primos. Las historias del chancho con cadena, del hombre sin cabeza, la viuda, eran cosas que nos contaban para asustarnos y que no nos fuéramos lejos. Mis abuelos habían vivido en el límite con la tribu de Coliqueo, con los indios, y había un acervo impresionante. Venía gente de Coliqueo en sulky y nosotros los mirábamos: pensábamos que iban a estar con la pluma. Gente criolla, por supuesto. Hay una historia que saqué del libro: la noche en que los cuchillos empezaron a temblar en la cocina, esas cosas fantasmagóricas, medio inexplicables, que contaban de mis bisabuelos. Mi tía, por otro lado, cosía vestidos de novia y comentaba, lapidaria, de una chica en “estado interesante”. Me acuerdo, de chica, de haber pescado una conversación: el problema radicaba en disimular con el vestido. Si una mujer salía con un casado la condena era unánime. En fin, un costado risible y otro trágico. No es idílico el pueblo, ni pretendo que lo sea.
Cristóbal, el protagonista de El muchacho..., aparece visitando a su abuelo Bautista, en esta novela, muchos años después; al mismo tiempo, tu libro anterior terminaba con el pibe yendo a buscarlo. ¿Cómo se eslabonan las novelas, qué te propusiste?
–Es un poco difícil elaborarlo así, racionalmente. Son, en definitiva, dos experiencias básicas: pueblo y ciudad. El muchacho ocurre en pleno menemismo, con la importación abierta, y Cristóbal vendiendo chucherías de todo tipo, entre las cuales estaban los senos de goma. Para mí son como espejos invertidos, dos momentos de la historia de nuestro país. Intenté dar una medida, la mía, de dos realidades que nos constituyen, creo. Pero es posible que muchos estemos constituidos por esta gran cabeza de Goliat, como decía Martínez Estrada, que absorbe todo como un agujero negro y por muchísimo tiempo fue el centro absoluto del país, y estas pequeñas sociedades del interior, con todos sus mecanismos. Dos instancias, dos momentos históricos y sociales diferentes. En el arco que va desde la transformación sociopolítica y económica de la Argentina rural de los años ’20 y ’30 a la más industrial de finales de siglo se han producido todos estos cinturones suburbanos de pobreza y marginación. Así que intenté que la historia les pasara a estos personajes por sus cuerpos, sin ninguna propuesta teórica o reflexión metaliteraria. La experiencia la tenemos todos y la historia se arma a posteriori, décadas después se puede ver con claridad qué ha sucedido. Cristóbal se decide, al final del otro libro, ir a buscar su historia a San Alfonso, a saber de dónde viene; en ésta el abuelo lo recibe cuando pensaba que ya no lo iba a ver. Pasa esto, ¿no?, de que las generaciones intermedias se entiendan, y no las contiguas. A mí me pasó con mi abuela, que yo adoré, y creo que es una constante. En todo caso lo que me interesa es que Bautista transmita una ética, un comportamiento consecuente con lo que uno piensa.
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