Un mundo subterráneo de seres marginales, pero contado sin patetismo, puebla los cuentos de El asesino de chanchos, segundo libro de narrativa del cordobés Luciano Lamberti.
› Por Juan Pablo Bertazza
En la nueva narrativa argentina –también conocida como joven– hay cosas para rescatar y, al menos, un gran lapsus, un olvido que cuenta con pocas excepciones: algo que podría llamarse aristofobia, una resistencia a hablar de las clases altas, de familias adineradas y cómodas; como si se hubiera engendrado un mandato ineludible: no hablar de los ricos, de sus miserias. La mayoría de las nuevas novelas y relatos se centran en el mundo de la marginalidad, los bajos fondos de la sociedad. El problema, en todo caso, es cuando se escribe de manera ajena, impostada, inverosímil. El asesino de chanchos, flamante libro de cuentos del cordobés Luciano Lamberti, entra y no entra en esa categoría. Se trata de otro libro sobre mundos pobres y marginales, pero a la vez constituye una obra singular porque lo hace de manera inteligente y rotunda. Tal como adelanta su epígrafe del Libro de Job (“Dios hace sufrir a quienes ama”), se planta firme en las arenas movedizas de la paradoja: haciendo empleo de un realismo crudo que no carece de complejidad literaria ni trasfondos poéticos y de escenarios donde lo rural se mezcla con lo urbano, Lamberti se implica, se ensucia en el barro de aquello sobre lo que escribe pero consigue no salpicar su literatura con discursos panfletarios o reduccionismos morales.
A su vez, en una frase que prácticamente se cae del libro, dicha por el misterioso sanador del último relato, puede rastrearse uno de los principios fundamentales de los relatos: “Todo lo que pasa es inevitable. Lo que pasó no puede volver a pasar, no puede ser arreglado de ninguna forma”. Justamente porque no hay posibilidad de reparación, resulta tan impactante cómo estos cuentos condensan y exhiben las posibilidades que no pudieron ni podrán ser, a partir de permanentes simetrías. Es así que rastrojeros, sierras cordobesas, chanchos, rayos de luz, antenas e iniciales de nombres se van repitiendo en los relatos aunque con funciones ligeramente distintas: lo que en un caso constituye la irrupción de la muerte, en otro caso significa el hartazgo de la vida; historias que se repiten primero como tragedia y después como drama.
Los personajes que atraviesan estos cuentos suelen cargar, de hecho, con una tragedia que no siempre se menciona, que los paraliza dentro de su permanente errancia, y contra la cual no parece haber redención posible, más allá de la esperanza débil y horizontal que puede generar un final abierto: un desocupado depresivo que llega al extremo de que su familia le arregle una cita amorosa y aun así tiene que ver cómo un rival se queda con la presa; un hijo que al morir su padre decide ir a conocer a su familia paralela para caer en un triángulo amoroso junto a su medio hermano (lo cual reproduce hasta el infinito la trampa de su padre); un albañil que sólo tiene como compañía a un perro al que, volviendo al epígrafe, lo aporrea porque lo quiere; un viajero incorregible que, mientras se obsesiona con un asesino que mezcla la sangre de sus víctimas con la de los chanchos, demuestra que es incapaz de hacer valer su deseo de monogamia en una casa donde reina el amor libre.
Al igual que esa libertad casi imposible que encuentran sus personajes una vez que se vuelven esclavos de su pasado y su presente, los de El asesino de chanchos son cuentos sin moraleja que, no obstante, dejan un surco y marcan un camino.
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