Historias subyacentes en espejos rotos, amores truncos e identidades sin rumbo, en una novela que desborda el género de campus universitario.
› Por Fernando Krapp
Durante gran parte de su vida, Charles Baxter supo cosechar muchos elogios críticos y pocas ventas; para los norteamericanos eso significa ser un escritor de culto. Ejerció entonces la enseñanza de escritura creativa, hasta que en 2000 obtuvo una nominación al Nacional Book Award por su tercera novela, El festín del amor, adaptada a la pantalla grande hollywoodense. En la novela, Baxter metía la nariz en la vida del americano medio. Con una prosa atravesada por la de John Cheever, pero también por los juegos macabros y desdoblamientos a lo Paul Auster, Baxter tejía un relato coral donde el narrador (Charles Baxter personaje) contaba las historias de desamor que circulaban por las noches de un suburbio americano. Baxter ahora está un poco más tranquilo con su reconocimiento, pero no por eso abandona sus obsesiones: en El Ladrón de almas reincide en el tema para asegurarnos otra vez que el amor es algo que no se posee y además se suele prodigar a alguien que no lo necesita.
Un chico conoce a una chica, o viceversa, o alguna otra variante de género es el disparador necesario para que cualquier historia de amor alce vuelo. La cosa se complica un poco cuando un chico conoce a una chica, y, a la vez, se enamora de otra chica más, y resulta que esta última chica no gusta de chicos, y para peor hay otro chico más que quiere parecerse al primer chico. Dividida en cuatro partes, la primera historia está situada en Buffalo, una abúlica ciudad del norte de los Estados Unidos en la década del ‘70, con el humo de las fiestas hippies suburbanas algo tristonas, el sabor vomitivo del vodka barato, y, como eco de fondo, un montón de parlamentos seudointelectuales de estudiantes de primer año de literatura. El ladrón de almas forma parte de ese extenso género anglonorteamericano de novelas de campus universitario donde los personajes hablan de todo menos de sus estudios. El resto es el deambular del personaje principal, Nathaniel Mason, quien conoce a Theresa en una fiesta, una chica que por haber leído tres libros se cree Gertrude Stein. Pero, al mismo tiempo, Nathaniel conoce a Jamie, una escultora menos voluptuosa y llamativa que Theresa, pero más cautivante, de quien se enamora. El problema de Jamie, vaya percance, es su homosexualidad, y Nathaniel gasta toda su energía en un amor no correspondido. Por fuera de este triángulo acecha Coolberg: un joven intelectual que ha leído al parecer más de tres libros y quien está escribiendo una novela basada en la vida de Nathaniel. A pesar de su enorme bagaje cultural, Coolberg carece de personalidad y roba todas las pertenencias de Nathaniel para copiarse de su amigo, como cualquier adolescente acomplejado.
Al no estar basada en las motivaciones de los personajes, la trama no crece hacia delante, sino que desborda hacia los costados, y sus partes siguientes se abren como en un juego de cajas chinas: así de abrupto, en la segunda parte, no solo nos adelantamos treinta años en la vida del personaje, sino que el estilo de la narración cambia radicalmente. De la tercera a la primera persona, Nathaniel nos cuenta su vida como adulto. A pesar de buscarle un énfasis a las horas, Nathaniel no puede esconder su desencanto: se ha casado con otra mujer y tuvo dos hijos, a quienes observa con ojo clínico. No queda ni un atisbo de aquellas ilusiones de juventud, pero, obviamente, Coolberg reaparece para interrumpir el vector de su vida. Como en un espejo roto, Baxter narra cada fragmento de la vida de su personaje con discreta contención, más preocupado en buscar una frase inteligente que en ver cómo se desarrollan sus personajes. Porque en parte, la acción está en otro lado, y lo que subyace a todo espejo roto no es el reflejo dispar y deformante sino la naturaleza invisible del golpe que la hizo pedazos; con los restos de esas frases Baxter construye –más que una historia– una probabilidad, la chance que existió en un momento dado y por alguna razón cayó en un desvío. El tema del doble ha sido largamente tratado en la historia de la literatura, y Baxter no está exento de la tradición, claro está. Pero le da otra dimensión literaria, para que en la última caja el lector descubra que la historia de amor no fue más que un deseo condicional; qué habría pasado si un chico hubiera llegado a conocer finalmente a una chica.
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