Sábado, 6 de noviembre de 2010 | Hoy
Una confrontación entre dos mundos y disímiles educaciones sentimentales dan forma a la nueva novela de Andreï Makine, escritor ruso que reside en Francia desde los años ’70.
Por Angel Berlanga
Las cosas no parecen andar bien para Shútov: su chica lo larga, sus libros no prenden. Narrador cincuentón, soviético, radicado en París (como el autor: Makine nació en 1957 en Krasnoiarsk, Siberia, vive en Francia desde que tiene 20), su estadía en este mundo desafina con el sentido, asunto que le interesa. En el mezcladito de ese estado de ánimo juegan su áspera experiencia de los primeros años (fue soldado en Afganistán), su registro de los rasgos snobs de los ámbitos en los que se mueve y la noción de que se está volviendo insoportable, quisquilloso, obsoleto. “Un exiliado no tiene más patria que la literatura de su patria”, le late la frase, aunque haya olvidado al autor; y sí, Chejov y Tolstoi le son refugio y surco. Suele saberse, también, que la patria es la infancia, la adolescencia, la juventud. Y como a veces una cosa lleva a la otra, una escena de La bromita de Chejov conecta a Shútov con otra de cuando tenía 18, una caminata otoñal por un bosque en Leningrado junto a otra chica de allá atrás en el tiempo, Iana.
Así que el hombre la rastrea, la ubica y se va a buscarla. Que es un poco buscarse a sí mismo, también. Pero qué se espera encontrar, si ya ni la ciudad se llama igual, si ahora es de vuelta San Petersburgo y están a pleno los festejos por el tricentenario. La causa (y la estética) de Iana es el consumo y el negocio inmobiliario: hay que imaginar el menemismo, con la perilla del poder arriba unos cuantos puntos. Pero guarda: Makine le pone a Shútov mucha más perplejidad que condena. Nunca había escuchado en ese sitio expresiones como “estudio de mercado”, “promoción de un libro” o “potenciar las ventas”. En las calles, entre las multitudes festivas, queda claro que está fuera de onda. “¡Formidable instrumento de lobotomía!”, se dice tras unas sesiones de zapping: periodistas en debate, la esposa de Putin dando consejos, rockeras lesbianas tras gira en Londres, documentales, perros lamiendo caviar. En un arranque, a Shútov le parece oportuno observar cómo reaccionará Volski, un viejo combatiente de la Segunda Guerra, mudo y abstraído, ante esas imágenes.
Y entonces para sorpresa de Shútov, en estas viviendas comunitarias que Iana ahora convirtió en departamentos de lujo, el anciano se larga a contar su vida. Makine arma aquí su balanza: aquel mundo y éste. En aquél, Volski soporta el cerco de Leningrado, la ferocidad de la guerra y, luego, la persecución política y los gulags; en éste, la lobotomía y el frenesí; en aquél, la esperanza de Volski con la chica de su vida y el sentido; en éste, cierto escamoteo del autor de los costados miserables de la actualidad (que excede a los niños ricos que tienen tristeza). En Shútov, que tiene experiencia concreta sobre qué es la aspereza, parece estar claro cuál de ambos mundos es preferible.
Hay que avisar sobre un detalle que puede sintetizarse en dos palabras: “¡Menudo follón!”. La traducción apunta a lectores españoles y entonces al que sea muy alérgico a este asunto le vendría bien verificar que le funcione el botón-anestesia. La historia que Makine compone de Volski vale la pena y también el sacudón que le pega a Shútov, su protagonista, en torno del amor y de la patria. “¿Paraíso su infancia en el orfanato? ¿Su juventud vivida en la miseria? ¿La historia de este país escrita entre alambradas?”, se pregunta sobre su pasado. Y sobre su presente nota que él, “que venía como un peregrino nostálgico, se halla de pronto en medio de una modernidad delirante, mezcla de tentaciones americanas y guiñoles rusos”. La publicidad de un auto gotea a cada rato, por todas partes: “Para llegar a tiempo allí donde cada instante importa”. A Shútov, como se dijo al comienzo, le queda otra patria: la literatura.
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